Hace 110 años, el 12 de julio de 1904, el mundo escuchó por primera vez la voz del recién nacido que algún día se llamaría Pablo Neruda. Bueno, el mundo no: quienes escucharon aquel berrido del futuro poeta fueron la partera y la madre del niño, que fue bautizado con el nombre inverosímil de Neftalí Reyes.
Es esa voz la que ahora deseo evocar en este aniversario más que centenario, un enigma y un mensaje que se esconden muy adentro de la voz tan especial e inolvidable de Neruda.
No fui nunca amigo personal del poeta. Lo conocí de adolescente, muy al pasar: varias visitas con otros estudiantes a su legendaria casa de Isla Negra, algunas ocasiones en que me topé con él en apartamentos de amigos comunistas de mis padres, un par de palabras de admiración y agradecimiento entrecruzadas después de un recital. En cada una de estas oportunidades pude oírlo, a veces en forma somera, otras veces más extensamente, declamar sus versos. Y lo que más me llamó la atención, casi de inmediato, era cómo la sensualidad volcánica del torrente de sus palabras escritas contrastaba con la monotonía casi aburrida, un zumbido sin énfasis y sin gracia, con que el autor insistía en enunciar su obra. Era como si una tortuga tratara de relatar la carrera demencial de una liebre, paso a lento paso, una palabra tras calmosa palabra sin la menor pasión, con un ritmo somnífero. Esos versos tan sutiles, caudalosos, desencadenados, sacudidos entre respiraciones y sollozos, merecían, pensaba yo, una encarnación sonora equivalente, igualmente dramática y opulenta.
¿Cómo podría el creador de una lírica que me estremecía y alumbraba y acompasaba en la soledad y en el amor y en la lucha colocarse a tanta distancia de la emoción que suscitaba? Era algo que discutí con deleite con mi novia y futura esposa Angélica, a quien le leí, justamente, Los Versos del Capitán, los Veinte Poemas de Amor y las Residencias, porque ella incorporaba, para mí, todo lo que era bello y bendito y afluente en el universo. (mais…)