Hace 110 años, el 12 de julio de 1904, el mundo escuchó por primera vez la voz del recién nacido que algún día se llamaría Pablo Neruda. Bueno, el mundo no: quienes escucharon aquel berrido del futuro poeta fueron la partera y la madre del niño, que fue bautizado con el nombre inverosímil de Neftalí Reyes.
Es esa voz la que ahora deseo evocar en este aniversario más que centenario, un enigma y un mensaje que se esconden muy adentro de la voz tan especial e inolvidable de Neruda.
No fui nunca amigo personal del poeta. Lo conocí de adolescente, muy al pasar: varias visitas con otros estudiantes a su legendaria casa de Isla Negra, algunas ocasiones en que me topé con él en apartamentos de amigos comunistas de mis padres, un par de palabras de admiración y agradecimiento entrecruzadas después de un recital. En cada una de estas oportunidades pude oírlo, a veces en forma somera, otras veces más extensamente, declamar sus versos. Y lo que más me llamó la atención, casi de inmediato, era cómo la sensualidad volcánica del torrente de sus palabras escritas contrastaba con la monotonía casi aburrida, un zumbido sin énfasis y sin gracia, con que el autor insistía en enunciar su obra. Era como si una tortuga tratara de relatar la carrera demencial de una liebre, paso a lento paso, una palabra tras calmosa palabra sin la menor pasión, con un ritmo somnífero. Esos versos tan sutiles, caudalosos, desencadenados, sacudidos entre respiraciones y sollozos, merecían, pensaba yo, una encarnación sonora equivalente, igualmente dramática y opulenta.
¿Cómo podría el creador de una lírica que me estremecía y alumbraba y acompasaba en la soledad y en el amor y en la lucha colocarse a tanta distancia de la emoción que suscitaba? Era algo que discutí con deleite con mi novia y futura esposa Angélica, a quien le leí, justamente, Los Versos del Capitán, los Veinte Poemas de Amor y las Residencias, porque ella incorporaba, para mí, todo lo que era bello y bendito y afluente en el universo.
Tuvimos, finalmente, ocasión de develar el misterio de la voz de Pablo cierta tarde a mediados del invierno chileno de 1964. En esa época estudiaba yo literatura en las aulas y bajo los árboles del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, la misma Facultad de Humanidades donde Neruda había realizado sus propios estudios. Por lo que no fue difícil convencerlo de que ofreciera una presentación en su antiguo recinto, como parte de la campaña presidencial de Salvador Allende (que tardaría todavía seis años más en triunfar y ponerse al frente de Chile).
A la sazón, yo era, con mis 22 años fogosos a cuestas, el jefe de los Allendistas del Pedagógico y como tal me tocó a mí, con Angélica, ir a buscar al gran poeta que había accedido con gusto a nuestra invitación. Neruda y su mujer Matilde vivían, cuando pernoctaban en Santiago, en un apartamento del barrio de Bellavista, el mismo donde se velarían nueve años más tarde sus restos en medio de una inundación desatada por los militares de Pinochet, pensando que con eso le imponían otra humillación al más gran poeta de Chile.
Pero tales tristezas parpadeaban en un futuro remoto e inconcebible, y la conversación con Neruda y Matilde en el inmenso auto que me había prestado mi padre diplomático para tan solemne traslado versó sobre cosas más gratas: el Nobel posible, los vaivenes políticos del momento, lo imprescindible que era ser fiel a sí mismo si uno quería escribir.
Recuerdo que casi le pregunté, con juvenil atrevimiento, acerca de su voz, por qué no le otorgaba más efusión y arrebato a sus lecturas públicas, pero por una vez supe morderme la impertinente lengua. Mi silencio fue recompensado al poco rato cuando pudimos Angélica y yo, junto a varios centenares de imberbes revolucionarios, oír su ensalmo poético.
En efecto, el vate nos ofrendó una sarta monocorde y menguada, casi blandengue, de palabras que, escritas, eran carnales y ardientes. Como las olas de un lago en un día sin viento, una y otra y otra, cada una expresada como si no hubiera diferencia ni turbulencia ni matices.
Y, sin embargo, de pronto, comprendí la razón profunda, de raíces oscuras, que animaba el estilo declamatorio de Neruda.
Fue cuando repitió algunas estrofas del Canto General, provenientes de “La Tierra se llama Juan”, específicamente un poema que se articulaba desde la perspectiva de Margarita Naranjo, una mujer de las salitreras a la que en 1948 la policía del presidente González Videla le había secuestrado el marido Antonio. Margarita había comenzado una huelga de hambre que no terminaría, dijo, hasta que le devolvieran a su hombre. En vez del amado, su protesta le trajo la muerte, desde la cual Neruda la hacía hablar como si estuviera viva, desde adentro y abajo del desierto donde estaba enterrada.
“Estoy muerta”, eran las palabras iniciales del poema. Y concluía: “Ahora/, aquí estoy muerta, en el cementerio de la pampa/ no hay más que soledad en torno a mí, que ya no existo,/ que ya no existiré sin él, nunca más, sin él”.
Absorbiendo aquellas palabras ahí, en la Universidad de Chile, presenciando cómo Neruda hacía de médium e intermediario del fantasma de una mujer desamparada y desaparecida, tuve una revelación que todavía me acompaña y consuela hoy, cincuenta años más tarde.
Comprendí que al escribir Neruda sus poemas no podía estar más inspirado, vital, vibrante, visceral. Pero al recitarlas lo hacía desde un reposo infinito, como si estuviera perpetuamente despidiéndose, expresándose desde el más allá, como si, a la manera de Margarita Naranjo, ya hubiera muerto. La voz con que pronunciaba cada palabra no quería interferir con nuestra apropiación, no quería influir en lo que cada lector y oyente hacían con ese regalo, nos estaba dando permiso para que hiciéramos nuestro su sonido.
Creo, quiero creer, que Neruda nos estaba preparando para un tiempo en que él no estuviera vivo, en que sólo dispondríamos de las palabras que nos dejó para recordarlo. Con Margarita Naranjo y todos los muertos de la humanidad, nos estaba diciendo entonces, y ahora, ciento diez años después de su nacimiento, aquí estoy, en la soledad del cementerio, y ya no existo, solamente existo si tú y tú y tú me hacen compañía, me mantienen vivo como aquel día lejano en que mi madre escuchó por primera vez mi voz nacida para aplacar el dolor de la tierra y la eternidad, solamente existo si Ustedes me dan nacimiento.
* El último libro de Ariel Dorfman es Entre sueños y traidores: un striptease del exilio.