La legislación española y la actuación de sus fuerzas de seguridad está llena de criterios racistas y xenófobos, que resultan en un elevado porcentaje de migrantes en prisión, despojados de sus derechos y expuestos a la tortura y el maltrato, que en la mayoría de los casos queda impune
Carlos E. Hernaández – Desinformémonos
Bilbao, País Vasco. La tortura y los malos tratos a migrantes, por motivaciones racistas o xenófobas, son un problema importante en el Estado español. Los extranjeros sufren tasas de encarcelamiento y malos tratos superiores a la media, fruto de su situación de marginación social.
Desde mediados de los años noventa, la problemática racista evolucionó a enfoques más xenófobos agravados por el aumento del número de personas extranjeras, especialmente en los casos de las migrantes de fuera de Europa y de las europeas de origen gitano, quienes sufren la discriminación desde siempre, aunque la etnia sea autóctona.
Un ejemplo sería el caso de Abdellaj el Asli, de 33 años, detenido el 1 de marzo de 2012 por la Policía Nacional al encontrarse indocumentado y trasladado a las pocas horas a un hospital, donde se descubrió que había quedado parapléjico por un trauma de columna. La versión oficial habló de autolesión.[1]
Aunque el hecho es reciente, esta realidad es antigua. Theo van Boven, tras visitar el Estado español como Relator de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre la tortura, señaló en su informe de 2004[2] que: “la tortura y los malos tratos por motivos raciales, incluida la violación y los abusos sexuales, parecen frecuentes en España. Se han recibido denuncias de tortura y malos tratos presentadas por personas no originarias de la Europa occidental o por miembros de minorías étnicas, como los gitanos. Según los informes, el perfil racial es común, y la utilización discriminatoria de las comprobaciones de identidad ha llevado a situaciones en las que extranjeros o gitanos han sido objeto de abusos y malos tratos físicos, infligidos por funcionarios públicos”.
Los informes anuales de la Coordinadora para la Prevención y Denuncia de la Tortura (CPDT) entre los años 2004 y 2010 nos permiten entender la “sobrerrepresentación” de las personas migrantes entre las que han sufrido algún tipo de tortura o maltrato en el Estado español. De las 4 mil 393 personas que denunciaron, el 16 por ciento (705) son migrantes, aun cuando estos representan el 10 por ciento de la población.
Los datos son sólo una parte del total, dado que, como el propio Van Boven reconoce en su informe sobre las migrantes que han sufrido torturas o malos tratos, “esas personas pueden tropezar con dificultades para formular una denuncia o sostenerla durante la tramitación judicial. Otros factores que contribuyen a la situación son el temor a formular denuncias contra funcionarios de los cuerpos de seguridad, particularmente real en quien espera obtener un permiso de residencia o de trabajo, ante la angustiosa posibilidad de ser expulsado del país si inicia alguna acción, y el miedo muy real a formular denuncias debido a la práctica común de los miembros de las fuerzas de seguridad de responder con otra denuncia o amenazar con represalias”.
Institucionalización de la impunidad
Aparte de las denuncias recogidas, hay otra gran parte que no se colecta, bien por desconocimiento de su existencia, bien porque la persona afectada no quiere que su denuncia se haga pública o, directamente, no quiere denunciar aunque haga llegar su testimonio e incluso su parte médico a las organizaciones de denuncia. Estos espacios son los que abren la puerta a la impunidad, que en el caso de las personas migrantes tiene un gran aliado: el miedo a la expulsión.
Por el miedo a la expulsión, muchas personas en situación administrativa irregular en el Estado español no quieren ir a ningún juzgado o comisaría a identificarse y presentar la correspondiente denuncia, por miedo a que ésta se vuelva el primer paso de su proceso de expulsión. El único supuesto en el que interponer una denuncia puede parar los procesos de expulsión es el de las mujeres que denuncian explotación sexual o violencia machista, aunque no ocurre así siempre. Los migrantes perciben el riesgo y suelen no denunciar.
La impunidad es extrema también con las personas que se encuentran en los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) a la espera de ser expulsadas (aunque no siempre lo sean).
La realidad del los CIE, como nos dice el Informe de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR)[3], es que: “las condiciones son en casi todos los sentidos peores que las del régimen penitenciario normal (espacio físico, reglas y horarios, actividades, patio, acceso a comunicaciones, etcétera)”. El informe reconoce la existencia de “evidencias probadas” de torturas en uno de los tres centros visitados y de “evidencias” en otro. Además, hay “evidencias probadas” de otras irregularidades, como la sistemática ausencia de identificación de los policías de custodia, la existencia de zonas grises en la video-vigilancia, la negativa a elaborar partes de lesiones por el equipo médico del centro o la ausencia de acceso directo a los jueces o fiscales para formular denuncias. Todas estas situaciones son el caldo de cultivo para la impunidad de las torturas y se unen a situaciones generales de las condiciones de los CIE que en sí mismas pueden suponer malos tratos o tratos vejatorios como las relativas a las condiciones higiénicas, del mobiliario, de las comunicaciones, etcétera.
Esta impunidad se reafirma a través de la expulsión de migrantes denunciantes. Un ejemplo sucedió en julio de 2006, cuando el Juzgado de Instrucción nueve de Málaga ordenó la detención de siete agentes del Cuerpo Nacional de Policía (CNP) destinados en el CIE de Málaga (Capuchinos), bajo la acusación de abusos sexuales a ciudadanas extranjeras allí ingresadas. Se señaló que estos solicitaban favores sexuales a cambio de pequeños privilegios, al tiempo que se humillaba y castigaba a las internas que no accedían a estos intercambios. Las agresiones se producían por la noche, tras “fiestas” en las que policías e internas consumían alcohol. El Juzgado decretó prisión provisional para tres de los agentes denunciados, aunque quedaron en libertad provisional días después. Posteriormente, otros dos agentes fueron inculpados por hechos similares. La investigación judicial determinó que, durante los días en que se celebraban estas “fiestas”, la video-vigilancia del centro estuvo apagada. Las internas que denunciaron las agresiones fueron seis (de origen brasileño, marroquí y ucraniano), si bien podrían haber sido muchas más las afectadas. Semanas después de iniciarse la investigación, cuatro denunciantes y varias de las internas llamadas a declarar como testigos fueron expulsadas del territorio español pese a la petición, por parte de los abogados de las acusaciones, de suspender esta medida hasta la celebración del juicio. Otras dos denunciantes quedaron en libertad. Una de las internas que debía declarar ante el Juzgado denunció haber sufrido un aborto como consecuencia de las presiones de los agentes antes de su declaración.
Otro aspecto fundamental de la impunidad de la tortura es la falta de investigación pronta y eficaz de las denuncias. Un comunicado del CAT señala que el Estado español reconoce como práctica habitual recoger a personas migrantes en aguas marroquíes, subirlas a bordo de patrulleras españolas y abandonarlas con flotadores inutilizados a metros de las costas marroquíes, frente a las playas. El Comité Contra la Tortura (CAT) amonestó al Estado español porque a resultas de una de estas situaciones, un ciudadano senegalés murió ahogado.
Migrantes en prisión: sobrerrepresentación e indefensión
Las personas extranjeras, especialmente las extracomunitarias (de fuera de la Unión Europea), son cerca del 35 por ciento del total de los presos. Esta situación se agrava en las prisiones preventivas, donde los migrantes presos son casi el 50 por ciento del total porque se entiende que tienen un alto riesgo de fuga, lo que no puede dejar de entenderse como un claro acto de discriminación.
Además, la expulsión -que es un problema que puede afectar a cualquier persona migrante que se encuentre en una situación administrativa irregular en el Estado- es más probable si esta persona se encuentra presa, aunque la expulsión suponga la no-resocialización y, en algunos casos, implique una doble condena.
Los tipos de expulsión son la expulsión judicial de preventivos; expulsión judicial como sustitución de penas menores a seis años; expulsión judicial como tercer grado de penas de más de seis años y expulsión administrativa al cumplimiento por antecedentes.
Una sentencia del Tribunal Constitucional (TC) reconoció el amparo ante una orden de expulsión por una pena inferior a seis años cuando la pena estaba casi cumplida, al entender que representa una doble condena. Señaló el TC que: “resulta palmario que los Autos impugnados, con base en una argumentación manifiestamente irrazonable, añaden una nueva consecuencia jurídica que altera de modo esencial el contenido del fallo y la correspondiente ejecución de la Sentencia condenatoria en los términos allí plasmados, lesionando de este modo el derecho a la tutela judicial efectiva”. Lo paradójico es que algunas de las argumentaciones de la sentencia, de aplicarse estrictamente, deberían anular muchas de las expulsiones judiciales en ejecución porque no se informa adecuadamente a la persona, en su idioma natal y con la asistencia jurídica letrada mínimamente necesaria para garantizar la equidad del proceso.
Maltratos policiales: redadas racistas y otras situaciones
Las situaciones de “maltrato discriminatorio” hacia la población migrante por parte de los cuerpos de seguridad del Estado en CIEs y cárceles se extienden a las comisarías y calles. En este panorama, la norma es la generalización del trato vejatorio hacia los migrantes. Esta situación es especialmente evidente en situaciones en las que pobreza y migración se unen en un mismo espacio, generando un proceso de ghettización al que los poderes públicos responden aumentando la presencia policial, lo que en vez de solucionar, agrava estas situaciones.
Un ejemplo de esta realidad es el Barrio de San Francisco en Bilbao, históricamente el de los gitanos y maketos (migrantes españoles), posteriormente el de los yonkis (drogadictos) y actualmente el de los negros y moros. Es decir, es un espacio histórico de marginación en pleno centro de la ciudad.
En su informe anual de 1998,[4] el Ararteko (ombudsman de la Comunidad Autónoma Vasca) dedicaba un estudio especial “de oficio” a las actuaciones de las distintas policías (especialmente la local) con la población migrante del barrio bilbaíno de San Francisco, ante el elevado número de quejas planteadas por particulares y asociaciones (especialmente Harresiak Apurtuz, coordinadora de colectivos anti-racistas). Tras analizar el problema, el Ararteko elevó a la Consejería del Interior del Gobierno Vasco y al Ayuntamiento de Bilbao una serie de recomendaciones: utilizar criterios claros y no discriminatorios en la selección de los agentes (se confirmó en el estudio que el destino a esa zona era usado como castigo o sanción interna), formar a los agentes específicamente sobre cuestiones relacionadas con la interculturalidad y la no discriminación racial, reforzar lo mecanismos de control independiente de la actuación policial, evitar cualquier tipo de práctica policial que atente contra los derechos de las personas (cosa que no debería tener que decirse, pero se hacía especial hincapié en el trato racista y el uso excesivo de la fuerza, especialmente durante los cacheos) y tener especial cuidado sobre los datos policiales que se facilitan a la prensa o a particulares, así como el posible contenido racista de algunos de esos datos.
En noviembre de 2012, en unas jornadas organizadas por Bizkaiko SOS Arrazakeriak, precisamente en el centro cívico de San Francisco, el propio Ararteko, Iñigo Lamarka, dijo que el informe de 1998 sigue en plena vigencia. Esto lo confirman los datos del último informe presentado al Gobierno Vasco, el de 2010,[5] donde una de las quejas destacada es la presentada por dos mujeres que fueron detenidas y acusadas de “desobediencia grave” por miembros de la policía local, cuando estas se pararon a observar la intervención policial que se realizaba sobre una persona migrante del barrio y que las detenidas calificaron de “desproporcionada”. En este caso se vulneran dos de las recomendaciones hechas por el Ararteko en su Informe San Francisco de 1998: la que invita a aceptar la presencia de testigos en las actuaciones policiales y la que pide que no se presenten como “tipos delictivos” hechos que suponen simplemente “faltas” para poder realizar detenciones que, en el fondo no están justificadas (como pasó tanto con la persona migrante que estaba siendo intervenida como con las dos mujeres que quisieron monitorear la intervención policial).
El Ararteko critica especialmente “las actuaciones policiales y las prácticas en las identificaciones policiales, tiempos de detención más largos, insultos y comentarios con connotaciones racistas y homófobas durante las detenciones”. Señala también que cuando la Policía Nacional realiza las detenciones, “se prolongan a menudo durante un tiempo que sobrepasa de forma significativa la duración media de otras detenciones similares en las que la persona detenida no es extranjera. Esa situación obedece, al parecer, en la mayoría de los supuestos, al tiempo que la Policía Nacional tarda en confirmar la identidad de la persona detenida.”
Amnistía Internacional, en su informe “Parad el racismo, no a las personas”, de 2011, denuncia muchas de estas situaciones y entra al estudio de cómo la existencia de perfiles raciales en los procesos de investigación policial, así como los cupos de personas sin papeles a detener por comisarías, son factores que “educan” conductas racistas tanto entre los agentes policiales como en la sociedad en su conjunto. Amnistía declara: “Está claro que el uso de perfiles raciales refuerza los prejuicios contra las minorías raciales y étnicas. Por consiguiente, hay sólidos motivos para creer que el uso de perfiles raciales en España para escoger a individuos y comunidades a fin de efectuar controles de identidad y redadas de inmigración contribuye a una tendencia más amplia entre la población española: la de creer que tal discriminación étnica y racial es aceptable”.
Además, también denuncia que la circular 1/2010 de la Dirección General de la Policía[6] (que ordena acelerar las expulsiones) permite la detención preventiva hasta 72 horas de las personas migrantes que se sospecha que están en situación irregular en el Estado español, aunque lleven documentos de identificación en regla y vigentes. Esto permite la detención preventiva por cometer una falta y sin haber cometido ningún delito. Para solucionar esta situación, Amnistía pide al Ministerio del Interior que “reconozca públicamente la dimensión real de los controles de identidad de la policía basados en características étnicas y raciales, condenando el uso de perfiles raciales por discriminatorio e ilegal, en aplicación del derecho internacional, y afirme claramente que también es ilegal seleccionar a personas para comprobar su identidad o detenerlas basándose en sus características étnicas o raciales, sean estas reales o percibidas”.
Malos tratos administrativos
Pero los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado no son los únicos en ejercer este tipo de maltrato social e institucional. Otros funcionarios públicos en sus áreas de actuación tienen este tipo de comportamiento, especialmente grave cuando se ejerce en áreas de especial trascendencia para las personas (migrantes o no) que además deben ser las sensibilizadas, como son los servicios sociales.
Muchas veces, la primera forma de discriminación que empieza por el padrón. El empadronamiento, además de ser una obligación ciudadana, es la puerta de acceso a una enorme cantidad de servicios sociales, así como una prueba fehaciente de arraigo en los procesos de regularización de la residencia. Pues bien, esta obligación se obvia, se dificulta o se impide directamente a determinados sectores de personas socialmente marginadas: las presas, las migrantes y las sin hogar, hecho que intensifica los procesos de exclusión social y reduce el acceso a servicios y derechos sociales.
El empadronamiento de las personas presas en la cárcel en la que se encuentran, al que tienen derecho, es materia de polémica, dado que hay ocasiones en las que cuando el preso quiere empadronarse se le niega este derecho (normalmente a personas migrantes), al tiempo que en otras ocasiones, cuando no desea perder su padrón de origen, se le impone un empadronamiento no deseado.
Esta problemática afecta también a la población migrante libre, que ve cómo carecer de Número de Identidad de Extranjero (NIE), tener caducado el pasaporte, o tenerlo de determinados países (aunque esté en regla) es motivo de denegación del padrón en varios municipios. Algunas de estas situaciones, referidas a municipios vascos, se recogen en los informes anuales del Ararteko.
Y si bien es cierto que algunas de estas irregularidades en la identificación son fruto de un mal funcionamiento consular, no es menos cierto que las administraciones públicas locales, en vez de corregirlas para ayudar a las personas migrantes a acceder en igualdad de condiciones al ejercicio de derechos universales, las emplean para escatimárselos.
Un ejemplo ayuda a entender estas dinámicas: a nivel estatal, el acceso al subsidio de excarcelación (cuyos requisitos son haber pasado más de seis meses en prisión y carecer de ingresos o trabajo) se dificulta por carecer de padrón, por falta de información, por problemas de documentación que deben resolver el consulado, la policía nacional o la propia cárcel. A pesar de que residir legalmente en España no es un requisito, la carencia de NIE impide la concesión de la ayuda.
Legislación racista: ¿consciente o inconsciente?
Todas estas situaciones se dan porque fruto de la realidad social y la mentalidad de la clase política, la primera fuente del racismo es muchas veces la propia legislación. El cuarto informe sobre España de la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia del Consejo de Europa (ECRI),[7]publicado en febrero de 2011, hace una serie de advertencias y recomendaciones al Estado español respecto a la problemática del racismo en su legislación.
Sobre la nueva Ley de extranjería, dice que “ha abierto la puerta a la posibilidad de restricciones discriminatorias” en el ámbito del acceso a la vivienda y la libertad religiosa, especialmente para los musulmanes, que ven restringida la apertura de mezquitas y el acceso a la educación de la religión islámica en las escuelas, lo que atenta contra el artículo nueve de la convención. También denuncia deficiencias en la nueva Ley de asilo, especialmente en referencia a los Menores Extranjeros No Acompañados (MENAS), y recomienda su modificación a fin de eliminar las restricciones que se imponen a las personas apátridas o de ciudadanía extracomunitaria.
La Comisión solicita al Estado español que elabore una base de datos sobre delitos y agresiones de índole racista y que elimine la prohibición de acceso a estudios universitarios de migrantes sin residencia oficial en España. Igualmente pide un estudio sobre los “posibles patrones de discriminación a los que se enfrentan los grupos étnicos minoritarios en el sistema de justicia penal”.
Una petición más es que se prohíba a la policía la realización de perfiles raciales en sus prácticas profesionales, y que se establezca un mecanismo independiente para el examen de las denuncias contra los agentes por prácticas racistas. El ECRI entiende, además, que otra medida que ayudaría a solucionar este problema es la inclusión de miembros de las minorías étnicas en todas las policías.
El ECRI también pide que no se niegue a nadie su inclusión en el padrón y que no se excluya del acceso a derechos fundamentales a ninguna persona por carecer de las identificaciones o acreditaciones necesarias para la tramitación administrativa de estos derechos.
Una de las recomendaciones de especial seguimiento presentadas a modo de conclusión es la de que “la policía, el personal de seguridad privada, los fiscales, los médicos forenses, los abogados y los jueces sigan cursos obligatorios sobre los derechos humanos, igualdad de trato, discriminación y las disposiciones del Código Penal en vigor para combatir el racismo y la discriminación racial, tanto durante su formación básica como también durante el servicio”.
Finalmente, y de forma muy encarecida, se solicita la reforma de la Constitución Española (CE) para que reconozca formalmente el derecho a la igualdad de todas las personas y no sólo a las de nacionalidad española.
La negativa a poner en marcha las medidas que pueden solucionar el problema (una solución que pasa por la visibilización de la realidad y la educación anti-racista) obliga a hacer una serie de reflexiones finales sobre la cuestión del maltrato institucional y la impunidad hacia las agresiones a personas migrantes cuando las efectúan funcionarios públicos (de seguridad o no).
La primera reflexión es que los poderes públicos del Estado español son racistas. Este racismo es muchas veces consciente, programado y busca réditos electorales o de otra índole, como educar en un miedo que permita legislaciones ad hoc con las que, a través del control del flujo migratorio y la construcción de una bolsa de personas en situación irregular, atacar derechos laborales que deberían ser universales y, por ello, mismo afectar también a las personas migrantes. O ampliar el discurso de la inseguridad ciudadana con el que poder ampliar la presencia policial y el control social de la población en su conjunto. Otras veces, este racismo es inconsciente, fruto de los propios prejuicios de la clase política, que son racistas probablemente en el mismo grado en que lo es la sociedad en su conjunto. El problema es que dada la responsabilidad que ejercen, el que quienes deberían dar ejemplo de no discriminación legislen de forma racista (aunque no sean conscientes de ello) y amparen o incluso incentiven el racismo de sus subordinados (esto sí, de forma consciente), se convierte en el principal problema para solucionar esta cuestión.
Es evidente que, dado que la problemática de la tortura y el maltrato, en general ya es un espacio de impunidad para quienes la ejercen y de indefensión para quienes la sufren, esta situación se intensifica cuando la cuestión racial y el factor xenófobo entran a la dinámica. En ambos casos, el abuso de poder y la agresión a quien es entendido como un “Otro” desprovisto de dignidad y derechos son factores fundamentales para comprender la realidad que subyace e intentar transformarla.