RIO – Uno de los mayores mitos sobre los que se ha fundado la construcción del Estado en Brasil, reside en la presunción de que la enorme diversidad de la sociedad brasileña se traduce en un trato cordial y generoso con sus ciudadanos, independientemente del color de su piel y su origen étnico. Desde este punto de vista, las múltiples inequidades existentes, tan evidentes como la diversidad de la nación, no pueden ser atribuidas a otro factor que a la persistencia de desigualdades de clase y no a estructurales procesos de discriminación racial o étnica. Así las cosas, Brasil es un país injusto, pero no racista; socialmente desigual, pero no segregacionista con los portadores de ciertos atributos que los transforman en racialmente discriminados.
Contra esta visión, que ha estado lejos de ser un patrimonio exclusivo de las derechas más conservadoras, se han levantado un significativo número de organizaciones, activistas e intelectuales, particularmente del movimiento negro, ya desde comienzos del siglo XX. Las disputas, sin embargo, no han sido siempre favorables a estos sectores que, durante décadas, debieron enfrentarse al “racismo cordial” como una ideología en apariencia inquebrantable y que ofusca las evidencias de profundos procesos de discriminación basados en el color de la piel o en el origen étnico de millones de brasileños y brasileñas, generalmente pobres o muy pobres. Poner en la agenda del debate público la existencia del racismo institucional, ha constituido uno de los mayores esfuerzos y logros de estos movimientos combativos y democráticos. Una aspiración que, durante la última década, se ha consolidado, dejando caer la máscara de una nación supuestamente tolerante y acogedora con todos sus hijos. El racismo ha estructurado el Brasil moderno, como lo hizo con el Brasil colonial e imperial.
Sin lugar a dudas, los avances en la lucha contra el racismo en la sociedad brasileña han sido inmensos. Entre tanto, algunos procesos y mecanismos de discriminación racial y étnica sigue profundizándose en algunas esferas de la vida social, limitando los alcances de políticas públicas destinadas a combatirlos. Las tasas de homicidios y, particularmente, los homicidios en la población juvenil son una evidencia ineludible de esta tendencia. La violencia contra la población negra sigue siendo una de las marcas indelebles de un racismo que nunca tuvo nada de cordial. En el Brasil, la celebración de la diversidad y la convivencia pacífica entre las razas ha sido mucho más una coartada ideológica que la descripción etnográfica de una sociedad tolerante, pacífica y generosa con sus ciudadanos y ciudadanas. La muerte, como siempre, pone en evidencia nuestras fragilidades. La muerte, como siempre, desenmascara, revela, denuncia.
Por este motivo, los datos del nuevo Mapa de la Violencia, “A cor dos homícidios no Brasil” (El color de los homicidios en Brasil), constituyen una inexcusable señal de alerta y atención al conjunto de la sociedad brasileña y, particularmente, a los responsables de todos los ámbitos de la gestión pública. El estudio, coordinado por destacado investigador Julio Jacobo Waiselfisz y promovido por FLACSO Brasil, CEBELA y la Secretaria de Promoción de Políticas de Igualdad Racial de la Presidencia de la República revela que, durante la última década, aún en el marco de progresivas acciones de lucha contra el racismo, los homicidios de la población blanca han disminuido tendencialmente, mientras que los de la población negra no han parado de crecer. De 10 asesinatos cometidos en Brasil, 6,5 tienen como víctimas a hombres o mujeres negras. En el año 2002 se habían cometido 18.867 homicidios entre la población blanca y 26.952 entre la población negra. En el 2010, los primeros habían disminuido a 14.047 (-25%), mientras que los segundos habían crecido a 34.983 (+30%). Una realidad que esconde enorme diferencias regionales. En efecto, en el Norte y el Nordeste brasileño, los homicidios en la población negra crecieron 125% y 97%, respectivamente. El Estado de Alagoas, por ejemplo, posee una tasa de 80,5 homicidios cada 100.000 habitantes entre la población negra. Un valor tres veces mayor que la tasa general de homicidios del país, situada en 27,4, y una de las más altas del mundo.
Los datos ganan mayor relevancia en su dimensión comparativa. Las tasas de homicidio cada 100.000 habitantes en algunos de los países más violentos del planeta son:
- Malawi – 36,0
- Zambia – 38,0
- Costa de Marfil – 56,9
- Jamaica – 52,2
- Belize – 41,4
- El Salvador – 69,2
- Colombia – 33,4
- Venezuela – 45,1
- El Salvador – 69,2
- Honduras – 91,6
En el año 2002, murieron asesinados en Brasil 65% más negros que blancos, en el año 2006, 91%, en el 2010, 132%. En el Estado de Paraíba, por cada persona blanca asesinada, mueren asesinados 19 negros. Un dato espeluznante si consideramos que fue justamente a partir del inicio del año 2000 que comenzaron a desarrollarse algunas de las más activas políticas antirracistas en el país. La lucha contra el racismo, que ha tenido efectos considerables en la legislación nacional y ha comenzado a generar cambios significativos en algunos campos, particularmente la educación y los medios de comunicación, en nada ha revertido la violencia homicida que en Brasil amenaza la vida de muchos ciudadanos, pero especialmente de la población negra e indígena. No deja de ser elocuente que esta espiral de violencia no sólo no se ha detenido, sino por el contrario, ha aumentado día tras día.
Al mismo tiempo, aunque las tasas de homicidios son particularmente altas en toda la población juvenil, son significativamente más elevadas entre los jóvenes negros. Se comenten 31,9 asesinatos cada 100.000 habitantes entre los jóvenes blancos de 20 años y 89,3 entre los jóvenes negros de la misma edad. Durante los últimos ocho años, en Brasil han disminuido los asesinatos de jóvenes blancos en 33%, mientras que han aumentado 23,4% entre los jóvenes negros. En Maceio, capital del Estado de Alagoas, la tasa de homicidios entre los jóvenes negros es de 328,8, o sea, 12 veces más alta que la tasa de homicidios registrada en todo el país. Los datos no dejan de ser aterradores en otras capitales: João Pessoa (321,8), Vitória (274,2), Recife (199,1), Salvador (190,3) y Belém (163,8).
Existe hoy en Brasil un intenso debate acerca de cómo aumentar las oportunidades educativas de la población más pobre, especialmente, la de los jóvenes negros y de los indígenas. Un camino que debe ser profundizado y ampliado. Sin embargo, suponer que el aumento en el nivel educativo de la población más pobre disminuirá los índices de violencia contra y entre la población juvenil negra puede ser una perversa trampa que nos lleve a desconsiderar la urgente importancia de políticas de seguridad ciudadana que limiten la violencia policial contra las poblaciones más pobres, que generen mejores condiciones de vida y muchas más oportunidades en la población juvenil. Se trata de no reducir la atención a la juventud a las casi siempre ineficientes políticas de empleo o a deteriorados cursos de formación profesional basados en vanas promesas de ingreso exitoso a un mercado de trabajo que también es racista, sexista y discriminador. Oportunidades de acceso al deporte, a los bienes y a la producción cultural, al consumo, al derecho a vivir la juventud sin opresiones ni humillaciones de ninguna especie.
Hay aún un largo camino por recorrer en la lucha contra el racismo en Brasil. Sumar a más y más jóvenes a la necesaria movilización contra todas las formas de discriminación y exclusión es uno de los grandes desafíos políticos que deberemos enfrentar para que la diversidad y la igualdad tiñan con sus múltiples colores el horizonte de la justicia social.
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http://blogs.elpais.com/contrapuntos/2012/11/racismo-y-violencia-en-brasil.html
Enviada por Margaret Pereira.