Texto leído el martes 27 de setiembre, por el escritor uruguayo en la Biblioteca Nacional en el marco de la mesa-debate “Haití y la respuesta latinoamericana”, en la que participaron además Camille Chalmers y Jorge Coscia
Consulte usted cualquier enciclopedia. Pregunte cuál fue el primer país libre en América. Recibirá siempre la misma respuesta: los Estados Unidos. Pero los Estados Unidos declararon su independencia cuando eran una nación con seiscientos cincuenta mil esclavos, que siguieron siendo esclavos durante un siglo, y en su primera Constitución establecieron que un negro equivalía a las tres quintas partes de una persona.
Y si a cualquier enciclopedia pregunta usted cuál fue el primer país que abolió la esclavitud, recibirá siempre la misma respuesta: Inglaterra. Pero el primer país que abolió la esclavitud no fue Inglaterra sino Haití, que todavía sigue expiando el pecado de su dignidad.
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Haití es un país invisible.
Sólo cobró fama cuando el terremoto del año 2010 mató a más de doscientos mil haitianos. La tragedia hizo que el país ocupara, fugazmente, el primer plano de los medios de comunicación.
Haití no se conoce por el talento de sus artistas, magos de la chatarra capaces de convertir la basura en hermosura, ni por sus hazañas históricas en la guerra contra la esclavitud y la opresión colonial.
Vale la pena repetirlo una vez más, para que los sordos escuchen: Haití fue el país fundador de la independencia de América y el primero que derrotó la esclavitud en el mundo.
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Actualmente, los ejércitos de varios países, incluyendo el mío, continúan ocupando Haití. ¿Cómo se justifica esta invasión militar? Pues alegando que Haití pone en peligro la seguridad internacional.
Nada de nuevo.
En Carolina del Sur, por ejemplo, la ley permitía encarcelar a cualquier marinero negro, mientras su barco estuviera en puerto, por el riesgo de que pudiera contagiar la peste antiesclavista.
Ya en el siglo veinte, Haití fue invadido por los marines, por ser un país inseguro para sus acreedores extranjeros. Los invasores empezaron por apoderarse de las aduanas y entregaron el Banco Nacional al City Bank de Nueva York. Y ya que estaban, se quedaron diecinueve años.
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El cruce de la frontera entre la República Dominicana y Haití se llama El mal paso. Quizás el nombre es una señal de alarma: está usted entrando en el mundo negro, la magia negra, la brujería…
El vudú, la religión que los esclavos trajeron de Africa y se nacionalizó en Haití, no merece llamarse religión. Desde el punto de vista de los propietarios de la Civilización, el vudú es cosa de negros, ignorancia, atraso, pura superstición. La Iglesia Católica, donde no faltan fieles capaces de vender uñas de los santos y plumas del arcángel Gabriel, logró que esta superstición fuera oficialmente prohibida en 1845, 1860, 1896, 1915 y 1942, sin que el pueblo se diera por enterado.
¿Hasta cuándo seguirán los soldados extranjeros en Haití? Ellos llegaron para estabilizar y ayudar, pero llevan siete años desayudando y desestabilizando a este país que no los quiere.
Si las Naciones Unidas destinaran esos fondos a la cooperación técnica y la solidaridad social, Haití podría recibir un buen impulso al desarrollo de su energía creadora. Y así se salvaría de sus salvadores armados, que tienen cierta tendencia a violar, matar y regalar enfermedades fatales.
Pero Haití sí necesita solidaridad, médicos, escuelas, hospitales y una colaboración verdadera que haga posible el renacimiento de su soberanía alimentaria, asesinada por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otras sociedades filantrópicas.