CODPI
Continuamos con los relatos del libro “Crónicas del estallido. Un viaje a los movimientos que cambiaron América Latina“, de Emma Gascó y Martín Cúneo, en cuya publicación participó la CODPI y que ya es posible descargar de manera íntegra. Esta vez, una visita al levantamiento indígena en el Ecuador de los años 90.
«El indio unido jamás será vencido», «Fuera de aquí las compañías transnacionales» eran algunos de los lemas que se plasmaban en carteles, pancartas y cánticos. Una indígena que participaba en un corte de caminos en la Sierra, con árboles en medio de la carretera, le hablaba a la cámara: «Nuestros hijos se están muriendo de hambre, señor, por eso hemos salido, todas las comunidades de base, ahora no queremos que haya ni un solo grano en los mercados, los mentirosos que se mueran de hambre, señor».
“Como la paja del páramo”
El volcán Chimborazo es la montaña más alta de Ecuador. Antes de que el Everest fuera medido, se creía que era la más alta del mundo. Con sus 6.310 metros, se resiste a perder su gloria: su cima sigue siendo considerada el punto más alejado del núcleo terrestre, gracias a la forma elíptica de la Tierra. Para los pueblos originarios, que han utilizado durante miles de años el agua de su glaciar, el Chimborazo tiene connotaciones sagradas. Al igual que los catorce montes blancos, escondidos entre nubes, que se despliegan en los 350 kilómetros de la «avenida de los volcanes». El taita Chimborazo es el padre; la mama Tungurahua —otro volcán que lleva en erupción desde 1999—, la madre. El hijo, según la mitología, es el Guagua Pichincha, uno de los tantos volcanes que conforman los límites de Quito. En las estribaciones de este volcán, todavía activo, las tropas del general Sucre derrotaron a los españoles en la batalla de Pichincha, que decidió la independencia del territorio actual de Ecuador.
El centro histórico de la ciudad se mantiene casi intacto. El núcleo de la vida política es la plaza de la Independencia, donde se levantan la catedral y el palacio de Carondelet, la sede del Gobierno. Los bloques irregulares de su base —según dicen extraídos del palacio de Atahualpa, el último rey inca— es lo poco que queda de la antigua capital. Francisco de Pizarro por el sur y Sebastián de Belalcázar por el norte avanzaban hacia la ciudad siguiendo las pistas del oro. El general Rumiñahui, que lideró la defensa frente a los invasores, prefirió destruir la ciudad antes de que fuera conquistada.
No fue el último intento de resistir a la colonia y, después de la independencia, a la República de los criollos. Francisco Daquilema, Manuela León o Alejo Sáez son solo algunos de los nombres que han quedado en la memoria de los pueblos indígenas ecuatorianos. Todos ellos fueron protagonistas de levantamientos en la Sierra a finales del siglo xix contra el trabajo esclavo y el diezmo, un impuesto heredado de la colonia.
Ya a principios de siglo xx, la dirigente indígena Dolores Cacuango se convirtió en símbolo de la lucha contra la servidumbre y el régimen de las haciendas. Hasta hoy se la considera como una de las madres del movimiento indígena en Ecuador. También como una precursora de las luchas campesinas que entre los años cincuenta y setenta consiguieron dos reformas agrarias y redistribuir las haciendas en la Sierra. «Las indígenas somos como la paja del páramo, que se la arranca y vuelve a crecer», decía Mamá Dolores.
Con el ingreso de las petroleras en la Amazonía muchos ecuatorianos descubrieron la diversidad de pueblos que habitaban dentro de su propio territorio. Para muchos quiteños, el levantamiento en junio de 1990 de decenas de miles de indígenas de la Sierra, que tomaron la ciudad coincidiendo con la celebración del Inti Raymi (celebración del solsticio de invierno), supuso un choque parecido. De esta forma lo describía el investigador Andrés Guerrero:
El 6 de junio de 1990 por la mañana, un quiteño de clase media y en el umbral de los cincuenta años enciende su televisor mientras, como de costumbre, se sienta a tomar su humeante café con leche; entre sorbo y sorbo sigue de reojo los informativos televisados, como todos los días. Pero esa mañana sucede algo imprevisto; sorprendido no puede sacar los ojos de la pantalla; queda absorto y pensativo. Descubre un hecho social inimaginable para la opinión pública ciudadana desde fines del siglo pasado: grupos, multitudes de mujeres, hombres y niños vestidos de poncho y anaco invaden la carretera Panamericana y levantan barricadas; cierran la entrada de varias ciudades; recorren las calles y plazas de las capitales de provincia de la Sierra: exigen la presencia de las autoridades del Estado para que los escuchen y negocien. Son indios. Se cuentan en cientos de miles, un millón, quizás más; manifiestan en los espacios públicos; se manifiestan: hablan. Días luego, encuentro a mi amigo quiteño todavía inquieto por las imágenes que descubrió en la pantalla de su televisor aquella mañana; me confía: «Figúrate, yo que daba por supuesto que ya no quedaban indios en el país, descubro en la televisión que hay millones; salen de todas partes; viven en la miseria».
Un año atrás había caído el Muro de Berlín y el politólogo Francis Fukuyama hablaba en un artículo del «fin de la historia». Margaret Thatcher seguía repitiendo desde el número 10 de Dow ning Street el eslogan de toda una época: «There is no alternative». Faltaban más de cuatro años para el levantamiento zapatista y otros nueve para la eclosión del movimiento antiglobalización en Seattle. El movimiento indígena, que en 1986 se había unificado en la Conaie, hacía su primera demostración de fuerza.
«El indio unido jamás será vencido», «Fuera de aquí las compañías transnacionales» eran algunos de los lemas que se plasmaban en carteles, pancartas y cánticos. Una indígena que participaba en un corte de caminos en la Sierra, con árboles en medio de la carretera, le hablaba a la cámara: «Nuestros hijos se están muriendo de hambre, señor, por eso hemos salido, todas las comunidades de base, ahora no queremos que haya ni un solo grano en los mercados, los mentirosos que se mueran de hambre, señor».
Fukuyama defendía que tras la caída del Muro, ya nada podría impedir el avance del neoliberalismo. Por lo menos en el caso de Ecuador, parecía equivocarse. A lo largo de los años noventa, el movimiento indígena se convirtió en el centro de las «coaliciones políticas», en el centro de la resistencia al ajuste neoliberal, detallaba una investigación del Instituto de Estudios Ecuatorianos. De la misma forma que ocurrió con el movimiento sindical a inicios de los años ochenta o con los estudiantes en los setenta, un grupo «demográficamente minoritario» logró articular las demandas de la sociedad.
El movimiento indígena se había convertido en un impulsor de cambios en las leyes, en el encargado de articular diversos sectores de la sociedad en levantamientos que tumbaron privatizaciones, anularon aumentos de precios en los servicios básicos y determinaron la caída de dos presidentes por sus políticas neoliberales.