Por Sandra Russo
Como muchos argentinos de mi generación, conocí primero a los siouxs que a los mapuches. De los indios no nos hablaban en la escuela, pero en la televisión pasaban películas del Far West. Las caravanas de colonos, llenas de mujeres, niños y cacharros, avanzaban siempre destartaladas en territorio hostil, custodiadas por los hombres del rifle. Acechaban los indios. Sus alaridos espantaban en la noche.
Los espectadores nos identificábamos con los colonos. La colonización era, así, visible como una cuña blanca en el enigma de un mundo desconocido, habitado por seres fascinantes que incluso eran coleccionables en sus versiones plásticas, pero que pese a su fascinación había que aniquilar. Reducían cabezas, arrancaban cueros cabelludos y hacían sacrificios humanos a sus dioses. Los blancos también, aunque siempre lo negaron. Aquí no hubo colonización sino conquista. Los blancos ofrecieron en sacrificio a su único dios a millones de seres humanos, como sin darse cuenta de lo que hacían, como simples inconscientes y amorales. Siempre hablaban de otra cosa. Una nación, una cultura, la civilización, la razón, la ciencia, la religión.
Cuando –hace tanto tiempo– yo era adolescente, en el ámbito rockero y literario en el que me movía, no se hacían fiestas de quince, pero había, a los dieciocho, viajes al Machu Picchu. Era un programita de valores de emergencia, toda vez que la política nos estaba prohibida. Fui adolescente en un país con miedo real, en un país en el que no se hablaba del miedo. (mais…)
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