Con este relato damos inicio a una serie de lecturas que proponemos durante el mes de agosto, y que forman parte del libro “Crónicas del estallido. Un viaje a los movimientos que cambiaron América Latina“, de Emma Gascó y Martín Cúneo, en cuya publicación participó la CODPI y que ya es posible descargar de manera íntegra.
«Estamos aquí porque en nuestros territorios, indígenas, campesinos, afrocolombianos y todos los más vulnerables de nuestro país tenemos un riesgo inminente. Nuestra madre naturaleza está en riesgo, y ustedes han sido los responsables de entregar a las multinacionales nuestros territorios y de que hoy haya desplazamientos forzados, asesinatos y detenciones selectivas». Las cámaras registraron la acusación explícita y didáctica, al público entregado y a un Uribe que, literalmente, tomaba nota de la situación en un papelito.
La líder que puso nervioso a Uribe
Aída Quilcué llega apresurada a la casa del CRIC en Popayán. En la recepción de la planta baja hay bancos poblados por personas mayores. Los niños entran y salen, algunas madres dan el pecho. Fuera, hay motos y bicicletas aparcadas en la acera. La gente se encuentra, se saluda y hace cola para resolver una gestión administrativa. Muchos llevan el bolso tradicional hecho de fique, y pañuelos rojos y verdes.
Cada tanto se ve un bastón de madera con cintas de colores, los bastones de mando de la Guardia Indígena. Aída Quilcué atraviesa la recepción, saluda, sonríe y sube a la planta de arriba, donde tienen lugar las reuniones y los talleres, siempre con las puertas abiertas.
Hay mujeres en la dirección del CRIC, pero son pocas. «La invasión española dio el marco para la invisibilización de los pueblos indígenas y especialmente de la mujer», explica. Aída Quilcué fue consejera mayor del CRIC de 2007 a 2009 y lideró la Gran Minga de 2008, una de las mayores movilizaciones en la historia del movimiento indígena colombiano.
El 12 de octubre de 2008, 10.000 indígenas ocuparon la Panamericana cerca de La María, en el municipio de Piendamó, entre Popayán y Santander de Quilichao. Por segunda vez, el movimiento indígena desafiaba la «seguridad democrática» de Uribe. Los indígenas mantuvieron varios días el corte de carretera, hasta que el Gobierno desalojó con tanques, explosivos y fuego real. «¡Este país progresa cuando se mueran ustedes!», le gritaba un policía a los manifestantes en medio del tumulto. Tras la muerte de un indígena y con 120 personas heridas, la Minga desocupó la Panamericana, pero no se desmovilizó: el 21 de octubre se inició la marcha a Cali.
«En esa ocasión dijimos que si queremos construir un país distinto, un proceso de paz, no lo vamos a conseguir solo los indígenas, porque también violan los derechos humanos de las organizaciones populares, campesinas, afros, urbanas, que somos mayoría en el país», dice Quilcué. A la Minga se unió la Central Unitaria de Trabajadores, los camioneros, el movimiento nacional y regional de mujeres, algunos sectores estudiantiles y los corteros de caña, que en 2008 estaban llevando a su vez huelgas en su sector. Cuando llegaron a Cali ya eran 40.000 personas. Las movilizaciones se habían extendido a dieciséis de los 32 departamentos del país.
El presidente Álvaro Uribe se vio obligado a tener un debate público con el CRIC en La María, un debate al estilo nasa, nada de puertas cerradas, abierto a la comunidad, en una explanada que se habilitó para la ocasión. Aída Quilcué fue la encargada de hablar en nombre de las comunidades. Al iniciar su discurso pidió a los comuneros indígenas que no aplaudieran. El auditorio, vestido de rojo y verde, casi lo consigue. «Se nos ha dicho a los pueblos indígenas que somos terroristas, y así se nos ha tratado […], pero aquí se encuentran hoy nuestros pueblos dignos». Quilcué hablaba firme y lenta. La reverberación del sonido dejaba en el aire las últimas palabras de la frase: pueblos dignos… pueblos dignos… «Estamos aquí porque en nuestros territorios, indígenas, campesinos, afrocolombianos y todos los más vulnerables de nuestro país tenemos un riesgo inminente. Nuestra madre naturaleza está en riesgo, y ustedes han sido los responsables de entregar a las multinacionales nuestros territorios y de que hoy haya desplazamientos forzados, asesinatos y detenciones selectivas». Las cámaras registraron la acusación explícita y didáctica, al público entregado y a un Uribe que, literalmente, tomaba nota de la situación en un papelito.
La movilización no decayó. Dieciocho días más tarde, 12.000 indígenas llegaban a Bogotá tras haber recorrido 240 kilómetros.
En una plaza Bolívar abarrotada, Quilcué volvía a hablar a indígenas y no indígenas sobre el acoso que los líderes sufrían: «No nos dé miedo si nos están filmando —cabeza alta, pausada, rotunda—. A mí ya me conocen, si me matan a mí aquí hay un pueblo. ¿Sí o no, compañeros?», preguntó Quilcué, levantando el bastón y la voz. Y la plaza estalló en vítores.
Pocos días después, una de las camionetas del CRIC fue emboscada por militares de la Compañía Galeón 7. En el ataque se dispararon más de quinientas balas de fusil. Diecisiete impactaron en el vehículo. Creían que en la camioneta viajaba Aída Quilcué. Pero a quien asesinaron fue a Edwin Legarda, su esposo.
La Guardia Indígena de la comunidad de Totoró llegó en seguida e impidió que los militares huyeran del lugar. «La gente los rodeó y ahí los cogieron, les quitaron hasta las armas. Eso no lo puede hacer una gente si no está organizada», sentencia Ezequiel Vitonás. La rápida actuación de la Guardia permitió recopilar pruebas que luego se utilizarían en el juicio. La sentencia fue leída en septiembre de 2011: siete militares fueron condenados a cuarenta años de cárcel. «Condenaron solo a los soldados, que eran campesinos e indígenas que cumplieron la orden, mientras que el oficial se libró con cinco años —explica Quilcué—. Es un avance, pero falta por llenar un vacío muy grande. Sabemos que fueron el mismo Uribe y sus mandos los que ordenaron el asesinato».
Sentada a contraluz, Aída Quilcué habla sobre el proceso de movilización: «Lo que reafirma la minga es la visibilización, la globalización de la lucha, de la resistencia. Porque proteger la madre tierra no es solo responsabilidad de los indígenas, a pesar de que la hemos conservado de forma milenaria, sino de todos los seres que la habitamos».
Algunos meses más tarde del asesinato de su esposo, cuatro hombres armados rodearon la casa donde estaba su hija de doce años y la encañonaron. Los sicarios desistieron al ver que en la vivienda se encontraba la Guardia Indígena. «Perder a mi esposo y el atentado que sufrió mi hija fueron precios muy altos. Pero vale la pena hablar por la vida y la dignidad. Cuesta muchísimo, pero vale la pena», dice Aída Quilcué.
—¿Por qué sois tan incómodos?
—Porque no estamos golpeando solo a los gobiernos, estamos golpeando un modelo. Todo esto es un negocio, tiene que ver con el desarrollo económico, tiene que ver con el neoliberalismo y con el poder. Lógicamente, no van a permitir que hablemos de una vida distinta y una vida digna.
Para Gilberto Yafué, las raíces con las que cuenta el movimiento indígena en el Cauca son la mejor vacuna frente al desplazamiento, el robo de tierras y el empobrecimiento de la población: «Frente al ruido de las armas, frente al cruce de los disparos, hay miedos. Pero cuando hay sentido de la identidad y sentido de pertenencia no hay posibilidades de desalojo, no hay posibilidades de desplazamiento». Una idea que comparte Juan Carlos Houghton: «La apuesta por ejercer la soberanía ha resultado ser la más exitosa y aleccionadora estrategia para enfrentar al gran capital que amenaza con cambiar el territorio y convertirlo en un supermercado de materias primas».
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