Claudio Katz (especial para ARGENPRESS.info)
El dólar ha perdido su reinado mundial, pero ninguna otra divisas se perfila como reemplazante y en las situaciones de crisis es el refugio más apetecido. El endeudamiento norteamericano es sostenido por varias potencias exportadoras. Para comprender el rol de una economía imperial hay que superar la perspectiva nacional comparativa.
Muchas teorías de resurgimiento de la rivalidad inter-imperial se inspiran en diagnósticos de declinación estadounidense. Consideran que ese declive modifica drásticamente la configuración del capitalismo contemporáneo y tiende a reabrir la competencia por el reparto del mundo. Hay diagnósticos fuertes y moderados de esa evolución y distintas caracterizaciones sobre el retroceso estadounidense.
Los argumentos de la declinación
El enfoque más corriente remarca la regresión económica. Destaca que el gigante del Norte perdió la superioridad de posguerra, ya no controla el 50% de la industria mundial y no ejerce un reinado monetario. Señala que la in-convertibilidad del dólar (1971) acentúo el deterioro de Estados Unidos frente a Europa o Japón y estima que esa caída se profundizó en las últimas dos décadas de ascenso chino. Resalta la presencia de un generalizado repliegue de la producción norteamericana, que incluye desmoronamientos de la productividad, obsolescencia de la estructura manufacturera y creciente desindustrialización. (1)
En el análisis de este estancamiento se hace hincapié en la pérdida de empleos industriales, la expansión de los servicios y el déficit comercial, que son atribuidos a la masiva importación de bienes anteriormente fabricados en el país. Este desequilibrio externo es explicado por una descontrolada inclinación norteamericana al sobre-consumo, que favorece a las empresas foráneas. (2)
El retroceso del dólar es presentado como otro barómetro del declive. La pérdida de señorazgo de esa divisa es vista como un proceso irreversible. Se supone que concluirá con el reemplazo del billete que reguló durante décadas las transacciones internacionales, por otras monedas (euro, yen, yuan) o por la formación de una canasta de signos sustitutos. (3) Esta sustitución es también asociada con la transformación de un viejo acreedor mundial en el principal deudor contemporáneo. Estados Unidos es descripto como un agobiado prestatario, que depende del flujo de capitales externos para solventar su deuda pública. Esta atadura –que obliga al país a sostener tasas de interés atractivas para los adquirientes foráneos de bonos del tesoro- es identificada con otras experiencias de declive histórico. Se recuerda que la sofocación deudora determinó en el pasado, el fin de la expansión material y el comienzo de la regresión financiera de todas las potencias declinantes. (4)
Este retroceso es señalado, a su vez, como el principal causante de la segmentación económico-social que soporta Estados Unidos. La fractura que corroe la movilidad ascendente de posguerra ya sepulta al modelo de empleo e ingresos ascendentes, que caracterizó al fordismo. (5)
El ritmo de caída del imperio norteamericano suscita controversias. Algunos autores sostienen que ese desplome supera ampliamente la percepción corriente. Consideran que estuvo enmascarado durante la última década por el derrumbe del contendiente soviético y por los artificios de la globalización financiera. Estiman que una economía depredadora y dependiente de la exacción de recursos de otros países tiende al desplome y repetirá la trayectoria seguida por España durante el siglo XVII. Esa potencia disimulaba su quiebra con el oro sustraído del Nuevo Mundo. (6)
Otras visiones son más cautelosas. Reconocen que Estados Unidos logró posponer su caída, mediante un paréntesis de “belle époque” gestado durante el neoliberalismo. El país pudo reorientar los flujos financieros hacia su propio mercado y contó con recursos suficientes para doblegar a la URSS y domesticar al Sur. (7)
Pero este desahogo no alcanzaría y solo demoraría la decadencia que ya padeció anteriormente el imperio británico. Ese antecedente incluyó los mismos giros hacia la intermediación comercial y el refugio en las finanzas. Estados Unidos carga, además, con una orfandad de dominios territoriales, que le impiden repetir la administración de la regresión que logró Inglaterra a principios del siglo XX. (8)
De estas caracterizaciones surgen contundentes previsiones sobre el fin del liderazgo norteamericano, que algunos autores sitúan en una fecha precisa (año 2025) y otros imaginan en horizontes más indefinidos. Pero todos convocan a “desacoplarse” por cualquier vía del desplome estadounidense. (9)
Singularidades financieras
Las teorías que diagnostican el declive norteamericano analizan la economía de esa potencia con los mismos parámetros de cualquier otro país. No registran las peculiaridades de una estructura muy singular. Estos rasgos se forjaron durante la posguerra y se consolidaron en las últimas décadas de mundialización neoliberal.
A diferencia de otros países, Estados Unidos juega un papel primordial en la reproducción del capital global. Resulta indispensable tomar en cuenta este dato, en cualquier evaluación. El simple contraste de índices de productividad, endeudamiento o gravitación monetaria del gigante del Norte con sus rivales olvida esta particularidad y se limita a extender la teoría realista de las relaciones internacionales al campo de la economía. Traza un contrapunto en el plano industrial, comercial o financiero entre países desarrollados, suponiendo que compiten en igualdad de condiciones por la dominación mundial.
Con esa mirada se supone que Estadios Unidos pierde posiciones frente a sus rivales, desconociendo que esa batalla no se desenvuelve como una confrontación entre pares. Ningún adversario cumple el rol político-militar que juega el gendarme imperial, en la preservación del sistema que defienden todos los concurrentes.
Una mirada exclusivamente centrada en la competencia era válida a fines del siglo XIX, pero no sirve en la actualidad. Se ha consumado una internacionalización de la economía, un salto en la asociación mundial de los capitales y un incremento cualitativo en la gravitación de las empresas transnacionales que modifican el viejo escenario. En el contexto vigente, Estados Unidos ocupa un rol decisivo en la organización de la economía global.
Esa centralidad es muy evidente en el plano financiero y por esta razón los teóricos del declive son más cautelosos en los diagnósticos de este sector. Reconocen la continuada preeminencia de los bancos estadounidenses, que perdura como un factor determinante de la mundialización contemporánea.
Mediante la expansión de esas entidades se forjó inicialmente el mercado del euro-dólar que financió la internacionalización de las empresas norteamericanas y especialmente su asociación con las compañías europeas. Esa plaza se convirtió en el principal antecedente de los depósitos desregulados y las transacciones extraterritoriales, que posteriormente forjaron la mundialización financiera. Los bancos norteamericanos facilitaron un manejo autónomo de la liquidez mundial, que apuntaló el protagonismo de la City londinense.
Cuando las desregulación de esa actividad exigió mayor incidencia directa de la Reserva Federal, la centralización de las operaciones se trasladó a Nueva York. Este giro fue precedido por una gran depuración de los propios bancos estadounidenses, que sufrieron un recorte del 36% de sus entidades a fines de los 70 y una segunda limpieza de gran porte a principios de 90. Este ajuste se enmarcó en una ofensiva neoliberal que comenzó en Washington, con la decisión de encarecer la tasa de interés. (10)
Esta gravitación de las finanzas norteamericanas quedó confirmada durante las últimas dos décadas por el rol que ha jugado Wall Street (en el circuito bursátil internacional) y la Reserva Federal (en la circulación global del capital). Lo ocurrido en la crisis reciente ha sido muy ilustrativo de este poderío. Toda la política de socorro estatal a los bancos implementada a nivel internacional fue primero definida por los banqueros estadounidenses, luego asumida por el gobierno de ese país y finalmente adoptada por el resto de las potencias.
Esa preeminencia se verifica también en las negociaciones para reorganizar el sistema bancario. Estados Unidos le impuso a Alemania y a Francia la preservación del actual esquema de finanzas liberalizadas, con algún ajuste cosmético de los paraísos fiscales. Todo el reordenamiento de las normas bancarias internacionales ha quedado a subordinado, además, al ajuste previo de las entidades norteamericanas.
El control sobre las calificadoras, la supervisión de los fondos buitres, la regulación de los capitales mínimos y las restricciones al apalancamiento que se dispongan en Estados Unidos fijarán la pauta a seguir en todo el planeta. El modelo de la FED sería primero adoptado por el FMI y posteriormente exportado al resto de las naciones. Los tiempos de esta renovación dependen de las tensiones internas que afronta la administración de Obama.
La FED actuó durante la crisis del 2008-2010 como un Banco Central con influencia mundial y definió la política predominante de bajísimas tasas de interés. Japón volvió a exhibir sometimiento financiero al padrino estadounidense y el ente rector de las finanzas europeas fue incapaz de adoptar medidas significativas. Mantuvo una postura conservadora y restringió su radio de acción al Viejo Continente.
La gravitación de las finanzas norteamericanas obedece al rol estratégico que continúa cumpliendo ese sector en la internacionalización del movimiento de capitales. Esta circulación no quedó interrumpida por ninguna crisis de las últimas décadas. Al contrario, cada colapso bancario vigorizó la globalización de las finanzas, que impulsan todas las potencias, pero que asegura Estados Unidos. Este rol de garante no se verifica sólo observando la localización del capital. Hay que notar quiénes son los socios y custodios de los flujos financieros desperdigados por todo el planeta.
Divisas y endeudamiento
El lugar del dólar en este proceso es un tema más controvertido. Es evidente que esa divisa ya no tiene la supremacía indiscutida de los años 50. Pero su in-convertibilidad arrastra más de cuatro décadas y durante ese lapso no se registró el desplome incontenible de un signo carente de respaldo real. Predominaron sucesivos ciclos de ascenso y descenso de esa cotización, junto a la aparición de varias monedas de mayor alcance global. Ninguna de estas divisas se ha perfilado, hasta ahora, como reemplazante del billete norteamericano.
Lo ocurrido en la crisis reciente confirmó este panorama. El dólar se convirtió en el principal refugio monetario frente al desmoronamiento de los bancos. En la emergencia, los acaudalados del planeta optaron por proteger sus ahorros en esa divisa (en llamativo contraste con el euro). La moneda del Viejo Continente debió sostenerse con un anclaje, que el Banco Central Europeo sostuvo mediante tasas de interés superiores a las vigentes en Estados Unidos. Esa entidad actuó con muchas vacilaciones para apuntalar un signo creado durante la bonanza y sometido a su primer test de consistencia.
En la distensión financiera que ha sucedido al pico del colapso del 2008-09, el dólar ha vuelto a caer. Esta baja ciertamente refleja la búsqueda de un equilibrio monetario, que exprese las nuevas relaciones de fuerza vigentes entre la primera potencia y el resto del mundo. Estados Unidos intenta mantener cierta primacía, manejando una devaluación que le permita reducir el déficit comercial, sin afectar la afluencia internacional de capitales. Negocia con sus rivales estos dos objetivos contradictorios, mientras que sus competidores intentan aminorar la gravitación del dólar, evitando su completa sustitución por otra moneda.
La tendencia preeminente apunta disminuir la supremacía monetaria norteamericana, sin eliminar su gravitación. El euro no se perfila como reemplazante del dólar, el yen ni siquiera ambiciona disputar ese rol y el yuan no opera todavía libremente en los mercados internacionales. Nadie avala tampoco, un retorno a las áreas monetarias cerradas de entre-guerra.
Por esta razón se discute la formación de distinto tipo de canastas o billetes compartidos (como los Derechos Especiales de Giro), cuya viabilidad dependerá del carácter manejable o descontrolado que asuma la crisis actual. En general, los rivales buscan nuevas formas de asociación y no de confrontación (o reemplazo) de Estados Unidos. (11)
Este interés por preservar la estabilidad del dólar obedece a un propósito comercial: continuar la colocación de productos en el principal mercado del planeta. Mediante la importación masiva de bienes, la economía norteamericana mantuvo aceitado el ritmo de actividad mundial, durante la última década. Todos los exportadores intentan sostener su cuota de ventas en Estados Unidos y esa tarea exige mantener la gravitación del dólar.
En este contexto hay que analizar la conversión de Estados Unidos en un gran deudor. Este lugar puede ser interpretado como un signo de decadencia y subordinación a los rivales ascendentes es otro indicio del papel central que ocupa la primera potencia, en el ciclo mundial de los negocios.
Existen muchas discusiones sobre la magnitud real del endeudamiento externo norteamericano y del costo de su refinanciación externa, a partir de un déficit comercial que saltó del 1,7% (1982-97) al 5-6 % del PBI (2003-10). Las calificadoras han reducido el puntaje de confiabilidad de la deuda y los republicanos impulsan la formación de una comisión con plenos poderes, para monitorear una drástica reducción del pasivo. Estos datos son ilustrativos del debilitamiento interno de la economía norteamericana.
Pero el país mantiene su estratégica importancia como absorbente de las mercancías excedentes. La actitud de China durante la crisis reciente retrató el interés que mantienen las restantes potencias en el sostenimiento de ese mercado. El gigante oriental decidió refinanciar el déficit norteamericano para preservar su corriente de ventas. La posibilidad de sostener este circuito es muy dudosa y no resulta fácil continuar comerciando a puro crédito.
Pero los teóricos de la declinación norteamericana no logran explicar por qué razón, los concurrentes de la primera potencia apuestan al sostenimiento y no a la caída de su rival. A la hora de observar el endeudamiento externo hay que notar no solo la posición contable adversa de Estados Unidos, sino también la función movilizadora que tiene ese desbalance sobre el flujo internacional de capitales y mercancías.
Para capturar las tendencias en curso es necesario reconocer que la economía norteamericana no se equipara con las restantes. Las variables en discusión -cotización del dólar, magnitud del déficit comercial, envergadura del bache presupuestario- deben ser analizadas superando la perspectiva nacional-comparativa. Hay que estudiar esos indicadores desde una dinámica imperial, que sitúa a Estados Unidos en el corazón del capitalismo global.
Internacionalización y segmentación
En el terreno industrial los datos del retroceso norteamericano son más contundentes. La participación del país en la producción manufacturera mundial se ha reducido año tras año. Esta caída obedece a la irrupción de los competidores y a la creciente localización externa de las firmas estadounidenses.
La magnitud del retroceso es más discutible, si en lugar de comparar con lo ocurrido con las nuevas potencias, se traza un contrapunto con los viejos rivales de la tríada. En ese contraste, la tasa de crecimiento de Estados Unidos no ha sido inferior a Europa o Japón. La productividad supera a ambas regiones en las ramas más estratégicas, en el gasto de inversión y desarrollo y en el promedio de las ganancias. (12)
Tal como ocurre con las finanzas, la performance industrial norteamericana no debe ser evaluada con simples comparaciones internacionales. A diferencia del pasado, el índice de internacionalización de las grandes empresas constituye un dato insoslayable.
Si una firma estadounidense se traslada a un país asiático, su producción parece acentuar la prosperidad de Oriente a costa de Norteamérica. Pero en realidad, esa compañía remite ganancias a la nación de origen y forma parte de un dispositivo fabril globalizado, bajo el comando estadounidense. Esta mundialización constituye el cambio más importante de la industria norteamericana. Las compañías que fabricaban “made in USA” encabezaron desde fines de los años 60 un gran salto hacia la inversión externa directa.
Los teóricos de la declinación reconocen ese liderazgo, pero consideran que la internacionalización productiva ha erosionado indiscriminadamente el poder territorial de todos los estados. No perciben el carácter jerarquizado de ese deterioro y el continuado poder de presión que mantiene el estado norteamericano, sobre los países que reciben inversiones de esa metrópoli.
En la nueva división del trabajo que forjó la internacionalización productiva, muchas actividades de mayor relevancia (gerencia, diseño, investigación, control financiero, innovación de producto, administración comercial) han mantenido su vieja localización. Sólo abaratan costos, transfiriendo a las filiales la fabricación en masa. Esa producción sigue las pautas fijadas por una gestión global, que se diagrama en las casas matrices.
Este proceso constituye una reorganización más compleja que la simple desindustrialización, resaltadas por los teóricos de la decadencia estadounidense. Desconocen que la primera potencia ha liderado una transformación global que continúa generando significativos beneficios. Un indicador de esta tendencia es el aumento de las ganancias remesadas por las firmas que operan en el exterior. (13)
Este proceso de internacionalización ha dado lugar a una creciente segmentación de la industria norteamericana. Las compañías que operan a escala globalizada se han expandido y las firmas que actúan sólo a nivel nacional sufrieron sucesivos retrocesos. La ampliación del primer sector genera desequilibrio comercial y la regresión del segundo acentúa la pobreza y el desempleo.
Esta misma segmentación explica, a su vez, la recuperación que tuvieron los sectores globalizados que trabajan con tecnologías de punta, especialmente en las actividades de aeronáutica, informática y electrónica. La contraparte de esta prosperidad ha sido la sistemática caída de las ramas que operaban en torno al mercado interno.
La escandalosa polarización social que soporta Estados Unidos constituye un reflejo de esa fractura económica. La brecha no separa sólo a las familias enriquecidas de los trabajadores endeudados. En todo el país se ha producido una radical transformación entre zonas que mantuvieron su nivel de actividad y regiones que colapsaron por la reorganización capitalista. Basta recordar que en plena crisis del 2008-2010 continuaron floreciendo las ganancias de las empresas con fuerte localización externa, para mensurar la dimensión de esa reconversión.
Esta reorganización expresa la compleja y contradictoria situación que ha creado la internacionalización de la industria norteamericana. Esta transformación es omitida por los análisis que enfatizan la declinación. Observan la reestructuración como una prueba del declive, soslayando el análisis de la mundialización en curso.
Esos enfoques enfrentan un escollo particularmente duro a la hora de explicar el liderazgo norteamericano, en las nuevas tecnologías de la información. Este comando es indiscutible en cualquier esfera de la computación, las redes, la microelectrónica, los chips, el hardware o el software. Esta supremacía obedeció en su origen a la estrecha conexión del sector con la experimentación militar. Existen numerosas controversias sobre el impacto de la revolución tecnológica actual en la productividad de las empresas, aunque el paso del tiempo tiende a confirmar la presencia de un giro radical.
Pero lo incuestionable es la incidencia dominante de Estados Unidos en ese proceso y este liderazgo en la innovación contrasta con el postulado de la declinación. En la historia del capitalismo los países que encabezaron revoluciones tecnológicas mantuvieron lugares preponderantes en la jerarquía internacional.
Algunos partidarios de la teoría del declive aceptan el carácter sinuoso del retroceso norteamericano. Comparan el respiro logrado por el país bajo el neoliberalismo, con el interregno que pospuso la decadencia británica a principios del siglo XX.
Pero la restauración del poder estadounidense no ha sido tan puntual. Desde los años 70 esa recomposición ha irrumpido en varias oportunidades, al cabo de severas crisis. Se observó después de la derrota de Vietnam y luego del desplome de la URSS. Cada vez que el capitalismo global logró emerger de una coyuntura crítica, se observó esa restauración estadounidense.
Los teóricos del declive simplemente presentan esa recomposición como un dato secundario e incluso sugieren que Estados Unidos se perfila en el largo plazo, como uno de los perdedores de la era neoliberal. Olvidan cómo ha usufructuado de la ofensiva del capital, la potencia que concibió, gestó y consumó esa agresión.
Las previsiones de caída norteamericana con fecha precisa son mucho más discutibles. Situar este desplome en el 2015, 2025 o 2050 es un dudoso ejercicio de futurología, que omite estudiar cómo la mundialización ha modificado la secuencia tradicional de sustituciones hegemónicas.
¿Pérdida del poder militar?
Existe otra caracterización más contra-intuitiva del declive norteamericano. Destaca que la primera potencia no sufre sólo regresión económica, sino también impotencia militar. Considera que el gendarme afronta desde hace varias décadas una secuencia de derrotas bélica, que comenzaron con la retirada de Vietnam y culminaron con el fracaso de Irak. La primera adversidad marcó el inicio de la caída (“crisis señal”) y el último podría implicar el jaque mate del imperio (“crisis terminal”). (14)
Esta evaluación supone que los últimos cuarenta años han estado signados por continuadas frustraciones del Pentágono, tanto en guerras parciales (Nicaragua, Camboya, Angola, Afganistán), como en operativos contra blancos insignificantes (Granada, Panamá). Este mismo resultado adverso es atribuido a las acciones de hostigamiento aéreo (Libia en los 80), a las incursiones contra enemigos puntuales (Somalia) y a las misiones de coerción policial (Kosovo, Yugoslavia). Este balance deduce que los tropiezos yanquis facilitaron los desafíos tercermundistas (encarecimiento del petróleo) y las insolencias de Irán e Irak. (15)
Este enfoque considera que todas las reacciones estadounidenses afianzaron su debilidad. Sostiene que la primera potencia sólo obtuvo victorias contra adversarios irrisorios. Estima que esa elección de enemigos insignificantes ilustra el temor del Pentágono a confrontar con países de mayor porte. Esa cobardía es vista como un inequívoco síntoma de decadencia. (16)
Esta caracterización presupone que el síndrome creado por Vietnam continúa condicionando una postura débil del imperialismo norteamericano. Se supone que esta fragilidad no habría encontrado ningún contrapeso significativo en el último cuarto de siglo. Se estima que ni siquiera la caída de la Unión Soviética, revirtió la regresión militar de Estados Unidos. (17)
¿Pero se puede resumir la compleja relación de fuerzas de las últimas cuatro décadas en un sencillo veredicto de “derrotas norteamericanas”? ¿Ha estado marcado este período por invariables fracasos del Pentágono? El carácter unilateral de esta evaluación salta a la vista.
Tanto en la posguerra como en el período neoliberal, el imperialismo norteamericano soportó contundentes derrotas y logró significativas victorias. Los fracasos sufridos en Vietnam o Cuba coexistieron con los éxitos obtenidos en República Dominicana, Guatemala o Panamá. Entre ambos polos se verificó una amplia variedad de resultados mixtos.
Es erróneo colocar en una misma bolsa a situaciones tan diferenciadas. Los marines arrasaron a Granada, pero debieron escaparse de Somalia. En algunos operativos impusieron su agenda de ocupación y en otros no pudieron estabilizar títeres confiables.
Cuando esa multiplicidad de resultados se reduce a un restrictivo concepto de “fracaso general”, la conclusión implícita es el triunfalismo ingenuo. Esa sensación no se corresponde con la ofensiva neoliberal de las últimas dos décadas.
Considerar que el derrumbe de la URSS acentuó el debilitamiento militar estadounidense es el corolario más extremo de ese razonamiento. Se pueden trazar muchos balances de la guerra fría y subrayar acertadamente que el “campo socialista” se derrumbó más por implosión interna, que por presión bélica externa. Pero no tiene ningún sentido presentar ese desmoronamiento, como una adversidad para Estados Unidos. Es evidente que constituyó exactamente lo contrario y que le brindó al imperialismo oxígeno requerido para implementar la ofensiva neoliberal.
Es importante reconocer que el desmoronamiento del principal adversario de la segunda mitad del siglo XX, tiene más envergadura que los tropiezos en Somalia. Al colocar en pie de igualdad acontecimientos de dimensiones tan divergentes, se abre el camino para la arbitrariedad.
Conviene no descalificar las operaciones que desarrolla el Pentágono con adjetivos menores. A través de esas acciones se concreta el rol de custodio cotidiano, que ejerce el imperialismo a escala mundial. Mediante el despacho de marines hacia pequeños lugares desestabilizados, Estados Unidos cumple el papel de gendarme que le han delegado las clases dominantes del planeta.
Las guerras imperialistas contra los pueblos indefensos siempre han seguido ese patrón de inequidad. En ese desparpajo se basa el ejercicio de la coerción. Estas acciones deberían incentivar la denuncia y no miradas épicas o morales que sugieren grandes fragilidades del opresor.
El principal test de la fortaleza o debilidad de una potencia no se verifica en las peripecias menores, sino en los desafíos de gran alcance. La pregunta eludida por los teóricos del fracaso militar es la ausencia de confrontaciones de peso con la primera potencia. Si Estados Unidos tiende a ser pulverizado en cualquier campo de batalla: ¿Por qué nadie aprovecha esta impotencia para desplazarlo?
Al evitar este interrogante básico, se puede presentar la extensa trayectoria que ha recorrido el capitalismo contemporáneo desde Vietnam a Irak, como una sucesión de desplomes militares estadounidenses. Lo que no se explica es por qué razón preserva su liderazgo bélico.
El retrato de sucesivas caídas del Pentágono da lugar a ese curioso resultado. Al cabo de cuatro décadas de invariables fallidos, Estados Unidos monopoliza la mitad de gasto bélico internacional, mantiene su red de bases militares, controla la OTAN y supervisa la proliferación atómica.
¿Aislamiento o asociación?
La sesgada óptica centrada en los fracasos norteamericanos se extiende al balance de Irak. Este operativo es presentado como una derrota militar superior a Vietnam. Se remarcan los aciertos que logró una resistencia con un armamento y experiencia guerrillera inferior al Vietcong y se resalta la impotencia de las tropas invasoras. (18)
Pero hasta ahora el resultado de esta incursión es mucho más incierto y el desenlace final permanece abierto. A un costo humano incalculable, los marines han creado en Irak una situación de desangre interno, que les permite permanecer en el país.
Una diferencia importante con Vietnam radica en la profesionalización de las tropas y el uso masivo de mercenarios. Esas modalidades acentúan la descomposición interna de los invasores, pero han evitado las protestas contra la guerra que imponía la conscripción obligatoria en los años 70. Este cambio le aportó a la comandancia yanqui un alivio político que no tenía el generalato anterior.
Al soslayar estos datos se tiende a vislumbrar a Estados Unidos como una superpotencia solitaria, carente del poder y los medios que se utilizaban en el pasado. Se supone que la influencia internacional norteamericana ha caído, junto al deterioro de los contingentes terrestres, que se necesitan para ejercer el mando mundial. (19)
Pero ese aislamiento no se ha verificado en los principales operativos de las últimas dos décadas. Estados Unidos forjó coaliciones para invadir regiones estratégicas con el concurso de la ONU (Golfo), aprovechó el implícito aval de sus socios para acciones unilaterales (Irak), contó con financiación y tropas externas para ampliar agresiones (Afganistán) y sustituyó a sus aliados en las intervenciones complejas (Balcanes).
El imperialismo no ha dado ningún paso significativo sin el visto bueno (o por lo menos la resignación) de sus socios. Es cierto que resurgen las tensiones con Rusia y con China, pero estas hipótesis están referidas al futuro. En el balance de lo ya ocurrido, no se observa ningún atisbo de soledad. Estados Unidos actúa al frente de una coalición de la triada, que se mantiene sin cambios.
En algunos trabajos se argumenta que la primera potencia ya no logra financiar sus guerras. A diferencia de su antecesor británico carece de una colonia para extraer riquezas (como era la India) y depende de préstamos internacionales para sostener su aparato bélico. (20)
Pero este apuntalamiento del resto del mundo ilustra el interés global que existe en el sostenimiento del gendarme yanqui. El Pentágono no desenvuelve solo guerras hegemónicas (como Inglaterra), al servicio exclusivo de su propia burguesía. Cumple un rol protector del sistema internacional de dominación. Si se omite esta diferencia, resulta imposible comprender la lógica de la política militar estadounidense. Esa orientación no está guiada sólo por los intereses de una potencia, sino por los propósitos más colectivos del capitalismo mundial.
Este cambio es ignorado por quiénes razonan las hipótesis bélicas del futuro con los criterios de guerras inter-imperialistas. Con esa mirada suponen que Estados Unidos compensa la fragilidad económica con la expansión del poder militar, repitiendo un recurso de supervivencia utilizados por los imperios decadentes. (21)
Este enfoque conduce a estudiar en detalle cuáles son los recursos en disputa en cada incursión, perdiendo de vista la dominación colectiva que reafirman esas operaciones. Siempre hay reyertas por petróleo, minería o agua. Pero en la actualidad prevalece un tipo de unanimidad imperial, que no existía al principio del siglo XX.
Las dificultades para registrar este viraje conducen a vislumbrar a Estados Unidos como una potencia decadente, que abusa de “sobre-extensiones territoriales” para administrar su imperio. Ese sobredimensionamiento recrea las aventuras militares fallidas. (22)
¿Pero cómo se mide una “sobre-extensión imperial”? Este concepto supone que existe un radio de dominación manejable y otro que desborda las posibilidades de control. El conflicto es situado en el pasaje de la primera situación a la segunda, olvidando que el imperialismo capitalista contemporáneo no presenta contornos geográficos tan precisos. Estados Unidos domina a través de inversiones, asociaciones y empresas transnacionales. No gestiona un imperio territorial como Roma, sino que actúa en un mapa de 200 países formalmente soberanos.
En esa estructura no hay forma de discernir “sobre-extensiones”, puesto que la acumulación sigue un patrón de ampliación ilimitada. Lo mismo ocurre con el sistema de bases militares que el Pentágono mantiene en todo el planeta. Este dispositivo permite una gestión imperial colectiva, que no sigue normas territoriales de adecuaciones y desbordes. El mantenimiento de esa red bélica no es un hecho desafortunado para Estados Unidos. Implica mayores costos y riesgos, pero asegura todos los beneficios de ejercer el comando imperialista.
No subestimar al gendarme
Los teóricos de la declinación norteamericana atribuyen la debilidad militar de la primera potencia al impacto generado por numerosos fracasos políticos. Consideran que durante décadas Estados Unidos contuvo al bloque socialista, domesticó al nacionalismo y manejó el equilibrio nuclear, pero sin gestar proyectos políticos duraderos. Esta limitación se reflejó en la imposibilidad de forjar el estado mundial bajo dirección norteamericano, que concibió Roosevelt e intentó implementar de Truman. (23)
Pero con esta caracterización se reconoce que la intención imperial estadounidense difiere de todos los liderazgos anteriores. Gran Bretaña, Francia, Holanda o Japón sólo ambicionaban ampliar sus territorios y recursos a costa de sus rivales. No aspiraban a forjar ningún tipo de entidad planetaria. Comprender esta peculiaridad es vital para superar los simples contrastes nacionales, entre grados de supremacía y decadencia. Ese contrapunto no puede establecerse en forma tan directa en la actualidad.
En lugar de conquistar el planeta para su usufructo, Estados Unidos ha buscado erigir una forma de gestión imperial a escala mundial. Por eso intenta asociar a otras potencias a este proyecto, mediante mecanismos de imperialismo colectivo. En vez de indagar cómo funciona esa sociedad, la tesis de la decadencia continúa indagando comparaciones entre contendientes.
Es muy dudoso que la elite dirigente norteamericana haya intentado en algún momento la concreción de un gobierno mundial. Semejante administración es difícil de imaginar, sin un estado global. Pero no cabe duda, que auspició incontables modalidades intermedias de gestión globalizada en el plano económico (FMI), militar (ONU) y político (Triada). El énfasis en la decadencia no clarifica la marcha de este objetivo prioritario.
Ese enfoque estudia la regresión imperial, analizando las conductas mafiosas que adopta Estados Unidos para contrapesar sus fracasos militares. Se estima que ese comportamiento le permite extorsionar a sus aliados de la tríada. (24)
Europa y Japón han sostenido las agresiones norteamericanas por su propio interés y no por mera debilidad frente a un chantajista. Necesitan el apoyo de la primera potencia para su propia supervivencia. La geopolítica imperial efectivamente incluye patrones de extorsionador-extorsionado, puesto que ordena las relaciones entre estados. Pero la existencia de chantajes en esos vínculos no clarifica ninguna modalidad imperial específica.
Algunos teóricos de la declinación imaginan escenarios de caos y anarquía. Prevén varias décadas de colapso y un sinnúmero de estallidos, hasta que las potencias sustitutivas de Estados Unidos estabilicen un nuevo sistema mundo. (25)
Pero esa ausencia de equilibrios es un dato intrínseco del desarrollo capitalista y su agravamiento depende del nivel de las resistencias sociales y de las tensiones internas que afronten las clases dominantes. Estos elementos operan en forma inter-relacionada, determinando escenarios más volcánicos o más apacibles. El grado de conmoción que suscitan no depende de la decadencia de una potencia hegemónica.
En las últimas décadas se han sucedido coyunturas explosivas y controlables, en estricta correspondencia con las crisis económicas, la pujanza de la lucha popular y la falta de cohesión por arriba. El capitalismo recrea en forma periódica estos desequilibrios, más allá del destino declinante entrevisto para Estados Unidos.
La teoría del declive genera obsesiones por dilucidar el ritmo de la caída. Pero este tipo de profecías son más familiares a las creencias, que a la reflexión historiográfica. Sintonizan con los pronósticos del “mundo post-estadounidense”, que irrumpen en los momentos de calma y desaparecen en los picos de las crisis.
Los analistas de la decadencia buscan confirmaciones de su tesis en cualquier área de la vida social. Estiman por ejemplo, que la hegemonía cultural estadounidense perdió fuerza en las últimas décadas y consideran que el refinamiento de Nueva York y los patrones de comportamiento de Hollywood tienden a declinar. (26)
Pero esta hipótesis choca con el indiscutible impacto global del americanismo y la continuada gravitación de la ideología y las costumbres que exporta Estados Unidos. Los razonamientos centrados en el declive confunden coyunturas con tendencias. Por eso presentaron el mandato de Bush como un punto culminante caída yanqui. Identificaron la reacción belicista de los neo-conservadores con conductas desesperadas de un tigre acorralado por el shock del 11 de septiembre. (27)
Estas impresiones quedaron rápidamente desactualizadas con la euforia mediática que rodeó al ascenso de Obama. Los mismos periodistas que remarcaban la agonía de Estados Unidos resaltaron los atributos del nuevo presidente para restaurar el sueño americano. En este sube y baja, el fin del imperio y su resurrección continúan alternándose con sorprendente velocidad, demostrando cuán inconveniente es deducir un curso de largo plazo de las circunstancias que rodean a cada presidente.
Para evitar ese vaivén anímico conviene invertir la problemática de la declinación norteamericana y explicar lo contrario: la continuada primacía de una potencia, que ejerce la custodia del capitalismo global. Reconocer esa gravitación es indispensable para encontrar estrategias, que permitan enfrentar y derrotar al principal opresor del planeta.
*Claudio Katz es economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda).
-Rojo José Luis, “Cuando se prepara una recaída”, Socialismo o Barbarie, n 23-24, diciembre 2009.