La negación del genocidio, intento por matar a los muertos

En Guatemala, hay sectores que pretenden justificar el intento de exterminio contra la población indígena, mientras otros niegan el genocidio. Ambas son formas de intentar enterrar en el olvido a los pueblos

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Jonatan Rodas – Desinformémonos

La memoria de los vivos
Hace la vida de los muertos

(Portal de entrada al cementerio General de Quetzaltenango)

Que todos se levanten
Que nadie se quede atrás

(Popol Vuh)

Guatemala. Que no quede ni un solo indígena para el museo, o que “no hubo genocidio”, son formas de asegurar la muerte de los muertos, a través del olvido. La negación de unos, la indiferencia de otros y el desconocimiento de un buen tanto demuestran de manera contundente que en Guatemala sí hubo genocidio.

El genocidio contra la población ixil no fue un evento aislado, sino la manifestación más brutal de un fenómeno que se reproduce cotidianamente y que puede llegar a validar la actuación de los perpetradores. Por ejemplo, debe recordarse el histórico miedo a que “los indios se levanten”, o la precaución de “no darle poder al indio”, expresiones que además del racismo que denotan, justifican que esos “necios” y “rebeldes” sean pacificados. La política del actual gobierno no puede ser menos representativa de esto.

Borrar de la historia

En un texto en que se discuten las implicaciones del genocidio armenio perpetrado por el gobierno turco entre 1915 y 1918, María Teresa Poyrazian cita palabras atribuidas a Kemal Attartuk, fundador de la República de Turquía: “No va a quedar ni un armenio para el museo”. Ante tremenda afirmación surgen algunas inquietantes: ¿Por qué habrá dicho esto Attartuk, cuando pudo haber dicho, por ejemplo: “no va a quedar ni uno solo para los tribunales”? ¿Qué importancia tuvo la institución museográfica en el imaginario de este personaje?

El uso del eufemismo denota desde un inicio la deliberada intención de la aniquilación total del pueblo armenio (tales fueron las pretensiones del gobierno turco de esa época). Sin embargo, aunque éste queda evidente desde el inicio, es importante extraer algunas consideraciones. Principalmente porque después de aquel trágico acontecimiento que costó la vida a millones de personas, el exterminio en contra de poblaciones (no deseadas) se repitió, con circunstancias particulares, en diferentes partes del mundo. Me referiré al caso guatemalteco, no por ser propio, sino por ser uno de los más recientes.

Es claro que para que una matanza genocida se produzca, los perpetradores elaboran justificaciones para sí mismos que los salvan de toda carga de culpa. Se trata de un mecanismo perverso desde el cual, de manera anticipada, se juzga a determinado pueblo y se les condena como “seres matables”, según la expresión utilizada por Sigmunt Bauman.

En el caso del genocidio contra la población ixil del noroccidente guatemalteco, estas justificaciones se basan principalmente en el argumento de que se trató de colaboradores de la guerrilla, cuando no de ella misma.  Puede abrirse una veta de discusión al respecto de esta circunstancia, como lo pretenden grupos que apoyan al general Efraín Ríos Montt, procesado por este delito, pero eso es perder de vista lo más relevante.

Y lo más relevante de esta atrocidad cometida es precisamente hacer notar que, siguiendo con los razonamientos de Bauman respecto al holocausto judío, no se trata de un hecho aislado y excepcional que puede explicarse como una pérdida de control de la situación o de las emociones. No se mata a miles de personas impulsivamente. Una matanza de este tipo, tal como plantea Bauman, es el resultado de la conjunción de los elementos normales de una sociedad, o para decirlo de otra manera, de los elementos que históricamente caracterizan a esa sociedad, lo que es normal en ella. Y si de algo estamos informados es que son el racismo y la exclusión elementos de normalidad de la sociedad guatemalteca, factores de justificación que permiten que el asesinato de toda una población indígena se realice sin miramientos, precisamente porque son indígenas y como “seres no matables” –para invertir la fórmula de Bauman- no cuentan.

Volvamos a las preguntas que nos suscita la afirmación de Attarkut, puesto que ella contiene la parte más eficaz de un genocidio. En primer lugar, hay que remontarnos un poco a los orígenes modernos de los museos. Varine-Bohan Hugues lo define en forma clara y precisa como una institución que resume sectores de la historia de la humanidad. Esto es evidente, por ejemplo, en los museos arqueológicos o históricos donde se presentan objetos o dramatizaciones de la vida según determinadas épocas cronológicamente organizadas. Frente a estas características, podemos comprender el alcance de las palabras de Attarkut en considerar no sólo la aniquilación física de los armenios, se trataba además de borrarlos de los anales de la historia. Si ese deseo se hubiese cumplido, probablemente no podríamos hablar siquiera de esto. No habría evidencia, ni se podría situar a los armenios en la línea histórica porque simplemente para nosotros hoy en día, no habrían existido. Que no quedara ni uno de ellos para el museo, significa precisamente que no serían registrados por la historia.

Pero además del registro histórico, el museo, como nos recuerda García Serrano, es una institución a través de la cual el pasado (corporificado en piezas antiguas, vestigios, ¡evidencias!) es representado como un modelo cultural y estético de admiración. Debe recordarse además que si algo define con mucha precisión a un museo es su política de conservación, en el sentido de proteger, cuidar tal y como fue y no necesariamente en el carácter dinámico de todo proceso cultural.

Se trata de prestar atención al tremendo alcance de las palabras de Kemal Attartuk, no en las implicaciones de quien es transformado en objeto de museo sino, principalmente -y es aquí donde comienza a revelarse la profundidad del genocidio, tanto armenio como de cualquier otra población- para quienes admirarán el vestigio de lo sucedido. De nuevo, si no hay armenios para el museo no habrá espectadores que susciten preguntas sobre ellos. ¿Era esto de lo que quería asegurarse Attarkut? ¿Qué nadie hiciera preguntas impertinentes? Muy probablemente, si a diferencia de los dictadores latinoamericanos que consideran que pese a su autoritarismo y represión el pueblo los ama, tuvieron en cuenta que esto les acarrearía implicaciones penales.

En todo caso, insistimos en la pregunta ¿por qué hablar de un museo? ¿Podrían ser los objetos museados considerados “prueba contundente” de lo sucedido para efectos penales? La preocupación de Attarkut parece ser más bien de otro tipo. Una que tiene que ver la total eficacia del genocidio: el olvido.

El genocidio que no existió

Poyrazian, haciendo referencia al libro Un génocide exemplar, de J.M. Carzou, inquieta con la proposición de que un genocidio perfecto es, precisamente, aquel que nunca existió. Pensando en el caso guatemalteco y las controversias suscitadas alrededor del proceso penal contra el general José Efraín Ríos Montt, hay que analizar el alcance de la posición ideológica que sustentó que en Guatemala no hubo genocidio, y considerar que esta negación no es sino la mejor demostración de su eficacia.

Se trata de matar de nuevo a los muertos: primero a ellos y luego, en la negación, a los otros. El genocidio opera no solamente como la pura exterminación física sino fundamentalmente social. “No hay lugar geográfico al que hayan pertenecido, ni ley que los incluya, ni memoria que los aloje. Sólo silencio, silencio mantenido activamente”, dice Poyrazian respecto a aquellos que fueron destinados a no quedar ni uno solo para el museo.

Era esto exactamente a lo que se refería Attarkut. Y es a esto a lo que apunta el “No hubo genocidio” de Guatemala: a la eliminación completa del otro indeseado. Debemos regresar a las reflexiones anteriores para sostener que el genocidio contra la población ixil no fue un evento aislado, sino la manifestación más brutal de un fenómeno que se reproduce cotidianamente y que puede llegar a validar la actuación de los perpetradores. Por ejemplo, debe recordarse el histórico miedo a que “los indios se levanten”, o la precaución de “no darle poder al indio”, expresiones que además del racismo que denotan, justifican que esos “necios” y “rebeldes” sean pacificados. La política del actual gobierno no puede ser menos representativa de esto.

Que no quede ni uno solo para el museo, o que “no hubo genocidio”, son formas de asegurar la muerte de los muertos, a través del olvido. La negación de unos, la indiferencia de otros y el desconocimiento de un buen tanto demuestran de manera contundente (¡y en nuestras propias vidas!) que en Guatemala sí hubo genocidio.

¿Y qué nos queda?

El juicio por genocidio tuvo, entre algunas de sus virtudes, hacer eco en sectores de la población que antes no opinaron respecto a un acontecimiento relacionado con el conflicto armado interno. Claro está que muchos de ellos lo hicieron, como se mencionó, para sentar posición negando lo sucedido. Aunque el enfrentamiento entre las dos posiciones (Sí hubo, no hubo) se dio a niveles político ideológicos, muchas de las discusiones se daban en espacios de encuentro: bares, restaurantes, fiestas privadas, reuniones familiares (que por cierto, son espacios de reproducción ideológica).

¿Quiénes se enfrentaron en el debate? Los amigos, los familiares, los vecinos. Es decir, gente que se conoce, que probablemente se quiere, que convive día a día. Puede ser que por este debate hayan producido alguna ruptura en esa relación, y es lamentable. Porque muestra que la eficacia del genocidio sigue latente al fragmentar toda posibilidad de encuentro y la imposibilidad de pensarnos colectivamente.

¿Habrá que buscar entonces algún punto intermedio que deje a las dos posiciones tranquilas? Lamentablemente un suceso tan traumático como el sucedido no puede quedar al azar de las cuotas, de los porcentajes o los puntos intermedios. Se comprende el temor de aquellos que prefieren voltear la hoja y seguir adelante, pero no por negarla la realidad deja de existir. No por voltear la hoja el pasado va a dejar de interrogarnos. Ni mucho menos podrá construirse un proyecto de nación como el que pretenden si para construir algo es necesario sentar los cimientos, lo que supone excavar, remover la tierra bajo el riesgo de que encontraran allí los restos de aquellos que fueron silenciados.

Se trata de cortar el círculo traumático que reproduce el genocidio por medio del silencio y el olvido. Hablar del genocidio para amplios sectores de la población no puede ser considerada una tendencia a anclarse en el pasado. Muy por el contrario, es iniciar el largo proceso (que también es doloroso) de narrarnos a nosotros mismos, de descubrir las claves de lo que somos en nuestra historia, de honrar la memoria de los muertos e incorporarlos a la vida a través de nuestro recuerdo. Al olvido y al silencio es necesario contraponer, como mejor forma de vida nueva, el recuerdo y la palabra. Se trata de no olvidar para no morir, de hablar para vivir.

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