Bartolomé Clavero, Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla
Por vía de Ordenanza de la Abogacía General de la Unión se produce un duro golpe contra el derecho constitucional de usufructo indígena sobre sus territorios y recursos, reduciéndosele hasta un grado poco menos que irreconocible. La Ordenanza particularmente se fundamenta en la jurisprudencia sentada por el Supremo Tribunal Federal en el caso Raposa Serra do Sol, cuya sentencia fue tan favorable para los pueblos interesados como desfavorable para el conjunto de los pueblos indígenas en Brasil. Los problemas de constitucionalidad de la nueva medida son serios. Hay base para entender que, en el caso de una afectación tal a derechos indígenas, la Constitución requiere ley. También es la Constitución la que asigna a la Abogacía de la Unión la competencia de consulta y asesoría del Poder Ejecutivo federal. Es la Ley Complementaria, esto es de desarrollo constitucional, sobre la Abogacía de la Unión la que parece ampliar su función al definirla en términos de interpretación de la Constitución y de otras normas, pero esto siempre a los efectos de guiar jurídicamente la actividad del Ejecutivo, no pudiendo afectar a derechos y menos si constitucionales. La vía utilizada para el asalto al usufructo indígena de territorios y recursos no parece atenerse a Constitución ni por la forma ni por el fondo. Y más ilegítima resulta la medida de tomarse en cuenta, como se debe, el derecho internacional de los derechos de los pueblos indígenas.
La Constitución brasileña atribuye a la Unión, es decir al Estado federal, “las tierras tradicionalmente ocupadas por los indios” (art. 20.XI), pero esta misma ocupación indígena la formula la misma Constitución en términos de derechos: “Se reconoce a los indios (…) los derechos sobre las tierras que ocupan, competiendo a la Unión demarcarlas, protegerlas y hacer respetar todos sus bienes” (art. 231, pr.), lo cual a su vez se concreta en términos de derecho de usufructo: “Las tierras tradicionalmente ocupadas por los indios se destinan a su posesión permanente, correspondiéndoles el usufructo exclusivo de las riquezas del suelo, de los ríos y de los lagos existentes en ellas” (art. 231.3). La Constitución también concreta algo más lo que sean esas tierras de ocupación tradicional bajo título de usufructo: “Son tierras tradicionalmente ocupadas por los indios las habitadas por ellos con carácter permanente, las utilizadas para sus actividades productivas, las imprescindibles para la preservación de los recursos ambientales necesarios para su bienestar y las necesarias para su reproducción física y cultural, según sus usos, costumbres y tradiciones” (art. 231.2). Es sustancialmente un buen concepto si estuviera definiendo un objeto de dominio o propiedad y no de mero usufructo. El título dominical se ha atribuido al Estado federal.
No se trata sólo de opinión mía, sino de posición del derecho internacional que obliga a Brasil. La Constitución brasileña data de 1988. En 2002 Brasil ratificó el Convenio de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, el Convenio 169, un tratado multilateral desde el que queda claro que el derecho internacional no contempla el dominio o propiedad del Estado sobre los territorios indígenas, sino directamente el dominio o propiedad indígena. Tal derecho más limitado es así contrario a un convenio que, como tratado internacional, obliga a Brasil a adaptar su derecho interno, inclusive la Constitución si fuera preciso como parece, a fin de asegurar su cumplimiento. Tal planteamiento internacional se ha reforzado en 2007 con la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas que Brasil votó positivamente en la Asamblea General de las Naciones Unidas, Declaración en la que se contiene este mandato: “Los Estados, en consulta y cooperación con los pueblos indígenas, adoptarán las medidas apropiadas, incluidas medidas legislativas, para alcanzar los fines de la presente Declaración” (art. 38). Lo primero que en el caso debiera entonces plantearse es el acuerdo entre la Unión y los pueblos indígenas para el reconocimiento del derecho territorial de éstos en términos de dominio y no de usufructo.
A efectos prácticos y dado el concepto amplio de tierras tradicionalmente ocupadas, el reconocimiento de usufructo podría ofrecer garantías similares a las del de dominio. Que no es en principio lo mismo ya lo refleja, a tales efectos prácticos, la misma Constitución: “Los indios, sus comunidades y organizaciones son partes legítimas para acceder a juicio en defensa de sus derechos e intereses, interviniendo el Ministerio Público en todos los actos del proceso” (art. 232). He aquí una tutela de resabio colonial correspondiente ahora al dueño, la Unión, sobre el usufructuario, el pueblo, comunidad u organización indígena. Es una función que puede desde luego ejercerse no para someter a tutela, sino para reforzar la capacidad de acción judicial indígena, pero esto es algo que entonces queda a la disponibilidad de la tendencia política que inspire la actuación del Ministerio Público. No es algo que la Constitución pueda garantizar. En todo caso, la línea de desarrollo de la política postconstitucional ha sido la tutelar, la que menos encaja en las obligaciones determinadas por el derecho internacional, aprovechándose además el reconocimiento constitucional del usufructo, y no del dominio, para limitarse el primero finalmente, a estas alturas, hasta límites que chocan abiertamente con la Constitución, ya no digamos con el derecho internacional en general y con el derecho interamericano, con la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en particular. Baste remitir al reciente Informe sobre Derechos de los Pueblos Indígenas y Tribales sobre sus Tierras Ancestrales y Recursos Naturales, fácilmente accesible en el sitio de la Comisión.
El extremo al que se ha llegado en la deriva brasileña a la contra de Constitución y de derecho internacional lo testimonia la Ordenanza de la Abogacía General de la Unión publicada en el Diario Oficial de la Unión de 17 de julio de 2012 para la regulación de las iniciativas y actividades del Ejecutivo federal en materia indígena. Declara como objeto las salvaguardias institucionales para las tierras indígenas conforme a la jurisprudencia del Supremo Tribunal Federal. Más que salvaguardar, desampara. Según ahora la Abogacía de la Unión, el derecho indígena de usufructo sobre suelo, ríos y lagos “puede ser relativizado” mediante ley complementaria o de desarrollo del artículo 231.6 de la Constitución: “Son nulos y quedan extinguidos, no produciendo efectos jurídicos, los actos que tengan por objeto la ocupación, el dominio o la posesión de las tierras a las que se refiere este artículo [las tierras tradicionalmente ocupadas por los indios] o la explotación de riquezas naturales del suelo, de los ríos y de los lagos existentes en ellas, a reserva del interés publico relevante de la Unión, según lo que se dispusiera mediante ley complementaria, no generando la nulidad y la extinción derecho de indemnización o acciones contra la Unión, excepto, en conformidad con la ley, en lo que respecta a las mejoras derivadas de la ocupación de buena fe”. Lo que en la Constitución aparece en términos de afirmación del derecho indígena frente a ocupaciones ilegítimas, la Abogacía de la Unión lo utiliza en el sentido contrario de relativizar el derecho indígena aprovechando la reserva de interés público relevante.
La Ordenanza se desarrolla abundando en relativizaciones, condicionamientos y limitaciones del reconocimiento constitucional del derecho indígena. La expresión más repetida en la Ordenanza es la de que el usufructo indígena del citado artículo 231.2 de la Constitución “no se extiende” ni a esto ni a lo otro, ni a lo de aquí ni a lo de más allá; ni a recursos hidráulicos u otros energéticos ni a riqueza minerales; ni a políticas de comunicaciones, de tránsito, de conservación o de equipamientos; ni a decisiones militares o de prestación de servicios públicos… Hay cierta base en la Constitución para algunas de estas limitaciones, pero menos en el derecho internacional sobre todo en la forma como ahora se exponen en términos de relativización más que de reconocimiento de derechos. La Constitución dispone que “el aprovechamiento de los recursos hidráulicos, incluido el potencial energético, la búsqueda y extracción de las riquezas minerales en tierras indígenas, sólo pueden ser efectuados con autorización del Congreso Nacional, oídas las comunidades afectadas, quedándoles asegurada la participación en los resultados de la extracción” (art. 231.3), refiriéndose así a derechos, como el de consulta previa y el de participación en beneficios, que la Ordenanza ahora obvia. Sólo para actividades militares y policiales en territorios indígenas se refiere la misma a consulta, pero precisamente para relativizarla: “La actuación de las Fuerzas Armadas y de la Policía Federal en área indígena, en el ámbito de sus atribuciones, queda asegurada y se producirá con independencia de la consulta a las comunidades o a la FUNAI”, a la Fundación Nacional del Indio que es institución del Estado, otra institución tutelar, y no de representación de los pueblos indígenas (art. 1.VIII).
Por esta vía se llega en la Ordenanza al sinsentido de posibilitar la denegación a indígenas en sus territorios de algún derecho garantizado constitucionalmente a la ciudadanía. Según la Constitución, el Estado ha de favorecer la actividad privada en forma de cooperativas para el garimpagem, esto es la búsqueda de oro y de otras riquezas de superficie, y la minería (arts. 174.3 y 4), de lo cual se excluyen en la propia Constitución los territorios indígenas en defensa del derecho de sus comunidades (art. 231.7). Pues bien, la Ordenanza lo que sienta ahora es el principio de que “el usufructo de los indios no se extiende al garimpagem” (art. 1.IV). Respecto a la Constitución y aunque se reiteren literalmente algunas de las garantías constitucionales, la perspectiva cambia. Ya no se trata tanto de reconocimiento de derechos indígenas y de sus garantías como efectivamente de su relativización, condicionamiento y limitación. No se registra ahora en la Ordenanza la garantía constitucional del derecho indígena a que no se practique en sus territorios mediante concesión del Estado el garimpagem o la minería por gentes ajenas. Ni siquiera se consigna la necesidad de consulta a este efecto. El planteamiento de la Ordenanza de la Abogacía General de la Unión no sólo choca con un ordenamiento que debiera tener en cuenta e ignora por completo, cual sea el derecho internacional y particularmente el Convenio 169, sino que también llega a contradecirse con la propia Constitución que en teoría está interpretando para guía del Ejecutivo.
Según la Constitución, “la Abogacía General de la Unión es una institución que, directamente o a través de órgano vinculado, representa a la Unión, judicial y extrajudicialmente, correspondiéndole, en los términos de la ley complementaria sobre su organización y funcionamiento, las actividades de consultoría y asesoramiento jurídicos del Poder Ejecutivo” (art. 131). A su vez, la Ley complementaria incluye entre sus competencias “fijar la interpretación de la Constitución, de las leyes, de los tratados y demás actos normativos para que sea uniformemente seguida por los órganos y entidades de la Administración Federal” (art. 4.10). Bien está. He ahí un mecanismo para la sujeción del Ejecutivo de la Unión a orden jurídico, el orden definido entre otras normas por la Constitución y los tratados. El problema procede de que se aproveche esta vía para afectar a derechos, lo que resulta especialmente factible en una materia en la que que, como la de territorios y recursos indígenas, hay constitucionalmente un dueño, la Unión, y un usufructuario, el indígena. Pero en la Constitución también constan reconocimiento y garantías de derechos indígenas que por dicha vía se están regulando y, encima, limitativamente. Dado su contenido, esta Ordenanza de la Abogacía de la Unión comienza por no encajar en la Constitución porque ésta requiere ley del Congreso Nacional al efecto. No es sólo que en su artículo 231 reiteradamente citado haya alguna referencia a la necesidad de ley para su desarrollo, sino, ante todo y sobre todo, porque constitucionalmente los derechos sólo pueden regularse mediante ley formal: “No serán objeto de delegación [legislativa] la nacionalidad, la ciudadanía, los derechos individuales, políticos y electorales” (art. 68.1.II, de lo que no parece que puedan excluirse los derechos de los indios). Dado también el contenido de la Ordenanza, su elevación a ley no cohonestaría desde luego sus problemas sustantivos de constitucionalidad.
El canon de constitucionalidad no sólo lo representa la Constitución según ella misma: “Los tratados y convenciones internacionales sobre derechos humanos que fueren aprobados en cada Cámara del Congreso Nacional en dos turnos por tres quintos de votos de los respectivos miembros serán equivalentes a enmiendas constitucionales” (art. 5.3); caso de no cumplirse dicho requisito o en caso de los tratados de derechos humanos fueran anteriores a esta regla constitucional, que data de una enmienda de 2004 (sólo un par de ratificaciones se han producido hasta el momento conforme a sus previsiones), rige el derecho internacional que no admite incumplimiento de tratado por alegación de derecho interno, inclusive el constitucional. A todo esto ha de añadirse que, tras la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, no cabe duda de que el Convenio 169 constituye un tratado de derechos humanos. Es lo que ignora no sólo la Ordenanza de la Abogacía del Estado, sino también la jurisprudencia del Supremo Tribunal Federal en la que se basa y con la que pretende justificarse. A propósito de la sentencia sobre el caso Raposa Serra do Sol en 2008, el Tribunal sentó unas reglas con los mismos problemas tanto de constitucionalidad como de convencionalidad que presenta ahora la Ordenanza de la Abogacía General de la Unión.
El círculo vicioso de interreferencialidad entre Tribunal y Abogacía federales no legitima lo que comienza por chocar con el derecho internacional de los derechos humanos en el que hoy se encuentran explícitamente comprendidos los derechos de los pueblos indígenas. El problema no es sólo de la Ordenanza. Es de Brasil, del empeoramiento de su encaje en algunas de las dimensiones, todas importantes, de la comunidad internacional de los derechos humanos.
Compartilhada por Ricardo Verdum.
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