¿Algo que celebrar?
Por Alberto Chirif* – Servindi
23 de abril, 2015.- El 27 de junio próximo se cumplirán 26 años desde que la Conferencia General de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) adoptó el “Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes”, el cual, de acuerdo a procedimientos de la OIT, entró en vigencia el 5 de septiembre de 1991. En Perú, el Congreso Constituyente Democrático aprobó el Convenio mediante Resolución Legislativa Nº 26253, del 2 de diciembre de 1993, que entró en vigencia 12 meses después. Este instrumento reemplazó uno anterior, de 1957, llamado “Convenio sobre poblaciones indígenas y tribales”. Las diferencias entre los dos documentos son notables. Mientras que el antiguo expresaba una concepción integracionista de “poblaciones indígenas” que desaparecerían una vez que fuesen “asimiladas por las sociedades nacionales”, el nuevo reconoce el derecho de los pueblos indígenas de “decidir sus propias prioridades en lo que atañe al proceso de desarrollo” (Art. 7º).
En términos generales podemos decir que el Convenio 169 no solo es incumplido sino también incomprendido. Como un ejemplo del desconocimiento de alcances del Convenio entre los propios funcionarios queremos referirnos a un hecho concreto. El año 2013 elaboramos un informe de consultoría para el grupo de trabajo social de la Comisión Multisectorial de la Presidencia del Consejo de Ministros, coordinado por el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis). El asunto era diagnosticar la situación socioeconómica de las comunidades ubicadas en las cuencas afectadas por la actividad petrolera: Pastaza, Corrientes, Tigre y Marañón. Entre las numerosas y reiteradas observaciones que recibimos quiero referirme a una que tiene que ver con el tema de este artículo. Dijo el funcionario comentarista: “Respecto de los Convenios Internacionales en materia de derechos de los pueblos indígenas, el consultor reitera que existe una supuesta incompatibilidad normativa con normas de menor rango en materia de titulación. Los Pueblos Indígenas no están exentos de que se aplique o prime la normativa nacional, ya que el Convenio se adecúa a nuestra normatividad y no es al revés” [cursivas nuestras].
Al parecer el comentarista (sospechamos que se trata de un abogado) no sabía que los Convenios son normas del bloque constitucional y por eso incurrió en la barbaridad de afirmar que ellos deben acomodarse al ordenamiento nacional, cuando es todo lo contrario. El propio Tribunal Supremo ha reiterado que el Convenio 169 es parte del derecho nacional y con rango constitucional. Esto quiere decir que si una norma nacional, del rango que sea, es incompatible o contradice alguno de los Convenios, simplemente es inconstitucional. Incluso si la propia Constitución se contradice con un Convenio sobre derechos humanos ratificado por el Perú, el procedimiento de aprobación debe ser el que corresponde a una reforma constitucional. Es decir, si existe incompatibilidad entre el Convenio y la Constitución hay que proceder a una reforma de la Constitución (Art. 57º), dado que el Convenio no puede ratificarse parcialmente ni con reservas.
Sin duda, dos de los conceptos más valiosos que incorpora el Convenio 169 son los de pueblo indígena y de territorio. El Convenio 169 define a los pueblos indígenas como los descendientes “de poblaciones que habitaban en el país o en una región geográfica a la que pertenece el país en la época de la conquista o la colonización o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquiera que sea su situación jurídica, conserven todas sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas”. Enfatiza asimismo que: “La conciencia de su identidad indígena o tribal deberá considerarse un criterio fundamental para determinar los grupos a los que se aplican las disposiciones del presente Convenio (Art. 1º, b y c).
Respecto al territorio, el Convenio establece que: “los gobiernos deberán respetar la importancia especial que para las culturas y valores espirituales de los pueblos interesados reviste su relación con las tierras o territorios, o con ambos, según los casos, que ocupan o utilizan de alguna otra manera, y en particular los aspectos colectivos de esa relación”. Puntualiza enseguida que el uso del término tierras “deberá incluir el concepto de territorios, lo que cubre la totalidad del hábitat de las regiones que los pueblos interesados ocupan o utilizan de alguna otra manera” (Art. 13, 1 y 2).
No es momento de hacer un recuento de todos los aspectos más destacados de este Convenio, pero sí de señalar, además de lo ya dicho, la importancia de la consulta previa como su aporte central y mecanismo para construir relaciones democráticas entre gobiernos y sociedades indígenas. En este sentido, el Convenio dispone que los gobiernos que lo hayan ratificado deberán: “consultar a los pueblos interesados, mediante procedimientos apropiados y en particular a través de sus instituciones representativas, cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente”; y que las consultas que se realicen “deberán efectuarse de buena fe y de una manera apropiada a las circunstancias, con la finalidad de llegar a un acuerdo o lograr el consentimiento acerca de las medidas propuestas” (Art. 6, 1a y 2).
Es momento ahora de ver qué ha hecho el gobierno peruano a partir de la ratificación del Convenio, acto mediante el cual este pasó a formar “parte del derecho nacional” (Constitución. Art. 55º). Debería haber hecho dos cosas: promulgar nuevas leyes que desarrollen las definiciones hechas por el Convenio y ajustar las leyes vigentes a dichas definiciones. En cambio, ha hecho dos cosas: promulgar leyes contrarias a las definiciones y los principios aprobados por el Convenio y mantener normas que abiertamente transgreden esas y estos.
Las leyes que asaltan a las comunidades
Apenas siete meses más tarde de la entrada en vigencia del Convenio 169, en julio de 1995, el gobierno de Alberto Fujimori, el mismo gobierno que lo había aprobado, promulgó el DL Nº 26505, “Ley de la inversión privada en el desarrollo de las actividades económicas en las tierras del territorio nacional y de las comunidades campesinas y nativas”. Es la norma que dio inicio a una etapa de feroces asaltos contra los derechos de los pueblos indígenas en el país y se propuso como objetivo destruir a las comunidades campesinas y nativas. Nadie del gobierno -y a decir verdad, tampoco de la oposición- se planteó como contradictorios la ratificación del Convenio 169 y la promulgación de esta ley cuya puntería fue dirigida con especial celo hacia las comunidades campesinas de la costa norte, asentadas en tierras fértiles y con infraestructura de riego, para beneficiar a empresas agroexportadoras.
La estrategia general de dicha ley consistía en fraccionar la propiedad comunal y para esto, el primer paso era modificar su estructura organizativa. La ley establecía mecanismos para convertir a las comunidades en sociedades de personas, en empresas (Arts. 8-10), en las que cada “socio” (ya no comunero) pudiera disponer individualmente de la parte del patrimonio que le correspondía. Este cambio debilitaba la organización social de las comunidades e individualizaba la participación de los socios en la “unidad productora”. Llegado ese momento, la ley planteaba otros cambios importantes relacionados con el régimen de tenencia de tierras y dictaminaba que ellos podían “…disponer, gravar, arrendar o ejercer cualquier otro acto sobre las tierras comunales de la Sierra o Selva [contando con el] acuerdo de la Asamblea General con el voto conforme de no menos de los dos tercios de todos los miembros de la Comunidad” (Art. 11º). Para las comunidades de la costa norte, se dispuso que para ejercer dichos actos o vender sus tierras a “miembros de la comunidad no posesionarios o a terceros, (…) se requerirá el voto a favor de no menos del cincuenta por ciento de los miembros asistentes a la Asamblea instalada con el quórum correspondiente” (Art. 10º, b).
Resulta patético que esa ley transgrediese la Constitución dada durante el gobierno del propio Fujimori, parca en términos de reconocimiento de derechos comunales. En efecto, apenas dos artículos se refieren a ellos: el 88º que declara que el Estado: “Garantiza el derecho de propiedad sobre la tierra, en forma privada o comunal o en cualquier otra forma asociativa” y el 89º que afirma: “Las comunidades Campesinas y Nativas tienen existencia legal y son personas jurídicas” y que ellas: “Son autónomas en su organización, en el trabajo comunal y en el uso y la libre disposición de sus tierras, así como en lo económico y administrativo, dentro del marco que la ley establece”.
¿Cómo puede hablarse de autonomía de las comunidades cuando el gobierno, de manera arbitraria, les impone el porcentaje del quórum de la asamblea para que ellas puedan “disponer, gravar, arrendar o ejercer cualquier otro acto sobre las tierras comunales”. Si son autónomas ellas podrán determinar dicho quórum o podrán también optar por no gravar, arrendar ni disponer la venta de las tierras comunales. Ningún foráneo tendrá que decirles por dónde deberán ir sus decisiones administrativas y económicas, ni las relativas a su organización y trabajo comunal. En la medida que esta ley se dio en el marco de una Constitución que había eliminado dos de las garantías constitucionales vigentes desde 1920, que son el carácter inajenable e inembargable de las tierras comunales, es claro que lo que buscaba era darles un nuevo empujón a las comunidades para disolverse, fraccionando la unidad comunal para poder vender, alquilar y embargar los lotes derivados de la parcelación.
Pero como a pesar de este nuevo impulso el gobierno no consiguió que las comunidades amazónicas y andinas se disolvieran masivamente y fraccionaran sus tierras, resolvió aprobar otras normas en este sentido. Ellas llegaron con los “decretos de urgencia” dados por el gobierno del presidente Alan García en 2008. Uno de ellos, el D.L.1015, rebajaba el quórum de la Asamblea General requerido para adquirir de manera individual la propiedad de las tierras poseídas en una comunidad del 75% al 50%. Una vez más, este decreto vulneró el derecho de consulta previsto en el Convenio 169 y el derecho de autonomía administrativa establecido en la Constitución.
Con el argumento falaz de que dichos decretos eran indispensables para facilitar la puesta en marcha del Tratado de Libre Comercio suscrito entre el Perú y los Estados Unidos, al menos una decena de ellos disparó a mansalva con el objetivo de destruir a las comunidades, vulnerando sus derechos reconocidos por la legislación nacional e internacional. Esos decretos anulaban el proceso de consulta para suscripción de contratos petroleros y mineros en lotes ubicados en territorios comunales; rebajaban el quórum de la asamblea, de dos tercios al 50%, para la disolución de comunidades y la venta de sus tierras a terceros; permitían la privatización de los suelos forestales y el cambio de uso a agrícolas en caso de proyectos que fuesen declarados “de interés nacional” (el objetivo subyacente era apoyar plantaciones para biocombustibles); determinaban la expropiación de terrenos comunales usados para servicios públicos; declaraban de propiedad del Estado todas las tierras eriazas no tituladas, aunque estuviesen poseídas y fuesen pretendidas por comunidades indígenas u otros pobladores locales; y permitía que invasores con cuatro años de establecidos se apropiasen de tierras comunales, con lo cual se anulaba la última garantía constitucional sobreviviente en la Constitución de 1993: el carácter imprescriptible de la propiedad territorial de las comunidades. Todos estos decretos tenían defectos formales que los hacían inconstitucionales por el hecho de no haber sido consultados y de legislar -algunos de ellos- sobre temas no permitidos mediante el procedimiento excepcional de delegación de funciones legislativas al Ejecutivo.
A raíz de estos decretos, elaborados en el contexto de discursos presidenciales en los que se acusaba a los pueblos indígenas de “perros del hortelano”, fue que se desataron, el año 2009, los actos de violencia conocidos como “Baguazo” que causaron la muerte de 33 personas y la desaparición de una.
Otra andanada furiosa es la que sigue llegando con los llamados “paquetazos ambientales” que, según el actual gobierno, deben servir para reactivar el crecimiento económico. Destaca la ley Nº 30230, “Ley que establece medidas tributarias, simplificación de procedimientos y permisos para la promoción y dinamización de la inversión en el país”. En especial, el título III de esta ley, que establece “Procedimientos especiales de saneamiento físico legal de predios para proyectos de inversión”, como lo ha señalado un pronunciamiento de un conjunto de organizaciones, encabezadas por la Confederación Nacional Agraria (CNA) y la Confederación Campesina del Perú (CCP) “desnaturaliza la finalidad del saneamiento físico-legal y en lugar de reconocer la titularidad de un predio privilegia el otorgar la titularidad de dominio a favor de intereses empresariales por encima de los derechos ancestrales de los pueblos originarios”; y “Deja a discrecionalidad del Estado y las empresas privadas identificar y decidir las áreas o predios que necesitan para ejecutar sus proyectos y que, por lo tanto, requieren ser “saneados”.
Ley de consulta
En agosto de 2011, el gobierno del presidente Ollanta Humala promulgó la ley de consulta (Ley N° 29785), norma que había sido rechazada por el anterior presidente con argumentos que no demostraban más que su ignorancia sobre el Convenio 169.
La ley de consulta contiene una serie de medidas que modifican el espíritu del derecho de consulta expresado en el Convenio 169. Mientras las organizaciones plantearon que la consulta sea previa a la celebración de contratos que otorguen derechos de exploración o explotación de recursos naturales y que también los estudios de impacto ambiental fuesen sometidos a procesos de consulta antes de su aprobación; el Estado sostuvo e impuso en la ley que la consulta fuese antes del inicio de las actividades de una empresa pero después de la firma de los contratos de exploración y explotación. Con esto, evidentemente la convirtió en una “ley de consulta posterior”.
Lo que siguió a la promulgación de esta ley fue una larga y surrealista discusión acerca de a quién debía consultarse. ¿Quién es indígena?, se preguntaba el gobierno que desde el inicio tenía una respuesta parcial, provisional pero respuesta al fin y al cabo: “los menos posibles”. El presidente Humala opinaba que solo eran los aislados, los “no conectados” como un tiempo antes los había llamado su antecesor. Era la salida perfecta porque en su condición de tales ciertamente no podían ser consultados. Pero si eso pensaba el presidente, ¿para qué entonces se fue a Bagua a promulgarla? Por su parte, la Primera Dama desacreditaba a dirigentes y colectivos concretos de indígenas porque “ya usaban celular y computadora”.
Y así siguieron las opiniones hasta que a alguien del gobierno se le ocurrió que debía elaborarse una “base de datos”. El gobierno determinó de antemano que esta no podían estar “los quechuas” andinos porque quechua “es una lengua”. Al parecer, no se había enterado hasta entonces que en la Amazonía peruana existen cuatro identidades étnicas que hablan quechua o kichwa, y que tres de ellas definen su condición de pueblos combinando el nombre de la lengua con su ubicación geográfica. El Ministerio de Cultura pasó meses en este intento que nunca llegó a servir para viabilizar la consulta, cuando lo más lógico habría sido tomar como referencia a las comunidades campesinas y nativas que figuran en los directorios oficiales, sin descartar otras que, a pesar de no estar inscritas, tienen las mismas características. Pero claro, el objetivo de la base de datos no era viabilizar un proceso sino dilatar una respuesta, inventando un problema.
Pero el principal problema relacionado con la ley de consulta es que no se usa, o si se lo hace es solo para consultas sobre temas que no implican mayor conflicto, o ninguno. Los otros quedan afuera en la práctica. Por ejemplo, la ley 30230 no ha sido consultada, como tampoco lo han sido los contratos de explotación minera y de hidrocarburos. Todo indica que dos procesos pesados de consulta deberán realizarse pronto: el que exigen las organizaciones indígenas que representan comunidades de las cuencas del Pastaza, Corrientes, Tigre y Marañón antes de la licitación del lote petrolero 192; y el que reclaman las organizaciones y comunidades de la cuenca del Marañón, ante el interés del Estado de dragar el río con fines de establecer una hidrovía.
Normas y prácticas que transgreden derechos reconocidos
Solamente vamos a referirnos a algunas de ellas para no alargar en exceso este texto. Una que es un lastre para la titulación de tierras comunales es la clasificación de suelos que consiste en discriminar los de aptitud agropecuaria de los de aptitud forestal para reconocer la propiedad de las comunidades sobre los primeros y solo la cesión en uso de los segundos. Es un mecanismo que contradice los derechos reconocidos a los pueblos indígenas en el Convenio 169 y en la Declaración de la ONU. Por otro lado, hacer efectiva la clasificación implica llevar a cabo una serie de costosos análisis de suelos por la cantidad de tierra que habría que transportar desde la comunidad que se quiere titular hasta la Universidad Nacional Agraria, en Lima, la única que puede realizarlos. De esta manera, no se trata de un requisito para titular sino de un obstáculo para no hacerlo que obliga a los funcionarios regionales que verdaderamente quieren responder a las demanda de la comunidades a realizar ficciones.
Por lo demás, la clasificación señalada es un mecanismo discriminatorio en tanto que solo se aplica para el caso de las comunidades indígenas pero no a las empresas agroindustriales que acceden a la propiedad de grandes extensiones de tierra sin pasar por ese requisito.
La calificación de la identidad de los indígenas es una violación del derecho de los pueblos indígenas a definirla de acuerdo a su propia conciencia (Art. 1º del Convenio 169). Es particularmente peligrosa porque la tendencia actual es negar la existencia de indígenas en el país, de manera que si no existen sujetos de derecho, no hay que reconocer derechos. Ya nos referimos a esto antes cuando hablamos de la base de datos.
El último tema que queremos tratar es el referido a la propiedad de las comunidades indígenas. Tanto la legislación nacional como la internacional consideran que las tierras poseídas por las comunidades indígenas pertenecen a ellas por derecho ancestral. En este sentido, la titulación de una comunidad es un trámite administrativo mediante el cual el Estado solo regulariza una propiedad que ella ya tiene. No se trata pues de una propiedad civil que convierte en propietario a una persona o a una sociedad que hasta entonces no lo era, sino de una propiedad ancestral que el Estado regulariza mediante un documento. Como ha señalado el abogado Pedro García en repetidas oportunidades, no existe cesión de derechos de parte del Estado sino reconocimiento de la continuidad histórica del derecho. Se titula no para ser dueños sino porque son dueños. Este principio central está en el Convenio 169 y ha sido afirmado por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en numerosos casos (Awas Tingni vs Nicaragua en 2001, Sarayacu vs Ecuador en 2004 y Saramaka vs Surinam en 2007, por citar algunos).
Sin embargo, es práctica habitual del Estado peruano violar este principio cuando, sin tener en cuenta la existencia de poblaciones indígena que poseen territorios, crea sobre ellos áreas naturales protegidas, otorga concesiones de explotación forestal o les exige títulos en caso que reclamen derechos como ser consultados o compensados por uso de su territorio en caso de obras públicas. Es paradójico que el Estado niegue a las comunidades titular su territorio en los casos en que este haya sido entregado a terceros bajo diferentes modalidades de cesión en uso (como contratos de extracción de hidrocarburos, de madera o de minerales) y al mismo tiempo suscriba contratos con empresas para explotar recursos naturales en territorios comunales amparados por títulos de propiedad.
Al final de este recuento de desastres uno puede preguntarse si vale la pena que exista el Convenio 169. Y la respuesta es sí. Sin lugar a dudas es mejor tener un instrumento valioso para defender derechos que no tenerlo. Mejores tiempos tendrán que llegar, aunque estos no vendrán por sí solos. Serán las organizaciones indígenas las que deberán mejorar sus estrategias y acumular fuerzas sobre la base de la unidad de los pueblos quienes exijan su cumplimiento.
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*Alberto Chirif es antropólogo peruano por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Trabaja desde hace más de 40 años en temas relacionados a la Amazonía, especialmente en el reconocimiento de derechos colectivos de los pueblos indígenas. Actualmente se desempeña como consultor independiente. Es autor de libros colectivos, tales como: Marcando Territorio, El Indígena y su Territorio (con Pedro García Hierro y Richard Ch. Smith) y de numerosos ensayos y artículos.