Por Javier Rodríguez
Prensa Latina, 16 de julio, 2012.- Hace pocas semanas los sucesos de Curuguaty, una población del este paraguayo, estremecieron al país por su gravedad y repercusiones. Un total de seis agentes policíacos y 11 campesinos murieron en un enfrentamiento durante el desalojo de familias rurales que ocupaban algunas parcelas de un latifundio de miles de hectáreas en manos de un antiguo senador de la República y militante del derechista Partido Colorado.
Más de 45 campesinos, algunos ellos heridos, permanecen prófugos a la hora de escribir estas líneas y otros 14 se encuentran encarcelados por presunta participación en el tiroteo.
El sangriento hecho fue aprovechado por los opositores al gobierno de Fernando Lugo, electo presidene de la República en el 2008, para arremeter contra el mandatario, acusarlo de responsabilidad en las muertes, desatar una crisis política de grandes proporciones y usar la mayoría congresional para destituirlo de su cargo, mediante un expedito juicio político que causó la ruptura de la institucionalidad democrática.
Como la motivación, en realidad, era de orden político, los autores de esa acción, muchos de ellos acusados por las organizaciones sociales y campesinas de contubernio con los barones de la tierra, y otros defensores de sus propios latifundios, no tuvieron en cuenta los esfuerzos sin resultados del gobierno por realizar el intento de una modesta reforma agraria.
Poco después, el nuevo gobierno enfrentó otro incidente de alta magnitud con la pérdida de la paciencia por más de cinco mil familias campesinas que, durante más de un año, viven en carpas al costado de otro enorme latifundio de casi 35 mil hectáreas, en el área de Ñacunday, en poder de un brasileño nacionalizado paraguayo.
Los campesinos, conmocionados incluso por la muerte de tres de sus niños por las terribles condiciones de vida allí existentes, amenazaron con ocupar parte de las tierras del “brasiguayo”, como se les llama allí a los de esa doble nacionalidad, y recibieron la amenaza por parte del Ministerio del Interior de actuar con toda rudeza si se atrevían a ello.
Un aspecto interesante de estos dos casos, similares a otros muchos en el territorio nacional, es que, durante el gobierno de Lugo, su asesor jurídico, Fernando Camacho, en funciones de interventor del Instituto de la Tierra, había realizado las mediciones de los mencionados latifundios y comparándolas con los títulos de propiedad descubrió las irregularidades en la compra de parte de las propiedades, por supuesto con bendiciones de jueces y fiscales acusados de corruptos por los campesinos.
Pasaron apenas algunos días y con el temor de nuevas y grandes tragedias, Federico Franco, el presidente designado por el Congreso tras la destitución de Lugo, anunció por medio de la prensa a los labriegos de Curuguaty que el ex senador-terrateniente había aceptado ceder una parte de las tierras para colocar en ellas a las desvalidas familias.
Apenas pasaron 24 horas y uno de los hijos del latifundista convocó a la prensa para desmentir al propio Franco: no habrá cesión alguna de siquiera un pedazo de la propiedad adquirida irregularmente.
En realidad, los hechos relatados por formar parte de la más reciente realidad en la historia del campo paraguayo, apenas son un botón de muestra de lo que, durante muchas décadas, ha sido una dura verdad para quienes sufren, luchan y hasta mueren por lograr unas pocas hectáreas de tierra para trabajarla, sostener a sus familias y mejorar algo su calidad de vida.
Algunos datos oficiales sobre la tenencia de la tierra y la pobreza en Paraguay propician el poder entenderlo todo mejor.
El uno por ciento de los propietarios rurales concentra en su poder nada menos que el 77 por ciento de las mejores tierras del país y los restantes agricultores disponen apenas del uno por ciento de los terrenos con posibilidades de producción.
No poseen tierra propia 129 mil familias, las cuales constituyen el 29,7 por ciento de la población rural y otras 300 mil están sin un pedazo de terreno o lo tienen en cantidad insuficiente.
El resultado de esta injusticia, reflejada en toda la población, es que casi el 40 por ciento del sector rural vive en situación de pobreza y de pobreza extrema y se padece un nivel de desnutrición en el 15 por ciento de la población.
Estas estadísticas, aunque necesitadas de una actualización que apunta a un peor panorama, sirven por lo menos para tener una idea de la tragedia que vive la población rural.
Ahora bien, otros antecedentes también muestran las razones de que se haya llegado a estos extremos de continuas ocupaciones de tierras por parte de desesperadas familias campesinas.
Hay que partir de la base de que el 42 por ciento de los paraguayos viven en las zonas rurales, algo bastante lógico por la gran cantidad de terrenos improductivos y el hecho de que la nación cuenta con poco más de seis millones de habitantes.
El desorden campea en lo relativo a la tenencia de la tierra por la falta de un catastro que pudiera ayudar a un control razonable y la corrupción de gobiernos y de los poderes Judicial y Legislativo.
Las informaciones disponibles hablan de otorgamiento y venta de tierras a extranjeros tras el fin de la guerra con Uruguay, culminada en 1870, así como de la distribución fraudulenta de 11 millones de hectáreas por el dictador Alfredo Stroessner (1954-1989) a amigos, militares, socios de negocios sucios y hasta amantes.
Todo esto, se señala, ayudó a sentar bases para la agricultura de exportación a gran escala como se practica hoy y a la posesión por políticos y otros favorecidos de millones de hectáreas de las denominadas tierras mal habidas.
Por supuesto, la exclusión social de las comunidades campesinas e indígenas es altamente preocupante y su bajo nivel de vida progresa gracias a la mecanización, la agricultura extensiva dedicada a la exportación y la existencia de más de 26 millones de hectáreas dedicadas a la ganadería, actividad preferida por los latifundistas.
La expulsión de campesinos de sus tierras y hasta la utilización de todo tipo de violencia contra ellos, incluyendo los crímenes ejecutados por bandas armadas privadas al servicio de los geófagos, conforman todo este triste panorama rural en Paraguay.
La investigadora Mirta Barreto escribió que sólo en el gobierno del presidente Lugo ella escuchó hablar de acciones dirigidas a intentar una reforma agraria.
Sin embargo, la posición irreductible de quienes controlan la tierra y la siempre solícita ayuda de muchos fiscales y jueces evitaron avanzar en las medidas para aliviar la real situación vivida en el campo paraguayo.
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