Por Silvia Rivera Cusicanqui – UMSA y El Colectivo 2
Las luchas indígenas por el TIPNIS, al igual que las luchas indígenas en toda Abya Yala en oposición a la rapiña corporativa, las agresiones estatales, los grandes proyectos extractivos y la criminalización de las protestas, son en si mismas una lección de vida…
Dos carreteras
En los años 1930 un médico-escritor chuquisaqueño sintió una suerte de angustia nacionalista por la inminente desintegración de Bolivia. La “tragedia del Chaco”, las ambiciones petroleras de corporaciones e imperios, la rapiña oligárquica sobre tierras y recursos indígenas y la debilidad y venalidad del Estado lo llevaron a realizar atrevidas propuestas de geografía política: mucho antes de la guerra, planteó la urgente construcción de una carretera que conectaría la sede de gobierno con el remoto y abandonado territorio del Chaco boreal.
Ya en pleno conflicto bélico, se le ocurrió que la única forma de articular orgánicamente las tierras bajas con las tierras altas era reconociendo el papel articulador del territorio patrio que ejercía la Cordillera de los Andes, como fuente hídrica principal de las cuencas del oriente. Ni la “ruta diagonal” se llegó a construir jamás – con funestas consecuencias para la integridad del territorio boliviano – ni la idea de un “macizo boliviano” alcanzó a interpelar la conciencia de las élites regionales de oriente y occidente, aunque soldados cambas y collas juntaran sus sangres en el Chaco para fertilizar una patria que les seguiría siendo ajena.
La carretera que hoy se proyecta construir por el corazón del Territorio Indígena Parque Isiboro Sécure está en las antípodas de aquellas preocupaciones nacionales, encarnadas en la vida y obra de Jaime Mendoza, autor de las propuestas aludidas. Y este hecho es para mí un doloroso síntoma de la distancia que media entre aquel proyecto, destinado a articular fecundamente las mitades divorciadas del país, y este otro, marcado por la mala fe, el divisionismo y la entrega del país a intereses extranjeros. Divisionismo y negación que no sólo afectan a derechos indígenas fundamentales sino también a sentidas aspiraciones ciudadanas de soberanía frente a los intereses corporativos brasileros. Como todo síntoma nodal, éste hace parte de un síndrome: en este caso el de la enfermedad colonial que afecta al núcleo duro del Estado y a su estamento militar. Otro de cuyos síntomas es la singular alianza entre un líder cocalero que surgió de las trincheras de la lucha antiimperialista y sus verdugos de antaño.
Dos batallones ecológicos
En los años 1980, el líder en cuestión sufrió en carne propia la brecha entre las palabras y las cosas: fue perseguido con saña por los batallones “ecológicos” montados por la FELCN con el apoyo de la Drug Enforcement Administration de los Estados Unidos. Seguramente supo de la indignación y la impotencia, de ese sentimiento colectivo de frustración ante una “tarea conjunta” que se escudaba en los sagrados derechos de la madre tierra para ejercer su profesión depredadora y represiva.
¿Fue ese conocimiento íntimo y de primera mano del enemigo de entonces el que lo llevó a hacer suyas las mismas tácticas neutralizadoras y estrategias de encubrimiento discursivo? O ¿es que el modelo venezolano adoptado por el Estado, bajo la égida de los mestizos acomplejados que rodean al presidente[1], hace parte del síndrome contagioso de colonización mental que el Estado instrumenta en los ocupantes del palacio quemado? El hecho es que nuestros gobernantes parecen incapaces de pensar por sí mismos en los problemas nacionales y continúan replicando modelos de dudosa validez, propiciando políticas de “desarrollo” que sólo abren la brecha a intereses corporativos ajenos y adversos. Si antes se replicó los modelos desarrollistas impuestos desde el norte con la Alianza para el Progreso y USAID, hoy seguimos en las mismas intentando copiar lo que ocurre, para bien o para mal, en Venezuela o Brasil, muy a pesar de las diferencias culturales e históricas que nos separan de ambos países.
Tener a estos militares del lado del “proceso de cambio” implica graves y hasta cierto punto gratuitas concesiones programáticas y políticas. El ejemplo más banal es la degradación de la figura de Tupak Katari para utilizarla como emblema de los aviones del TAM o para bautizar el proyectado satélite que administrará la Fuerza Aérea Boliviana[2]. Algo más grave aún, la sistemática negativa estatal a desclasificar los documentos militares de tiempos de las dictaduras ha producido un síndrome de impunidad que está llegando a niveles de absoluto cinismo. Impune ha quedado la represión de Chaparina el 24 de septiembre pasado, impune es el trabajo de alianzas solapadas entre mafias militares y civiles vinculadas al tráfico de sustancias ilegales, impune la labor persecutoria contra los indígenas en resistencia y contra las personas solidarias con las luchas en defensa de la madre tierra.
En enero del 2012, uno de los principales artífices de la represión en Chaparina, Gral. de la FAB Tito Gandarillas, fue premiado por su solapada labor, con su nombramiento como comandante en jefe de las FFAA. Si no fuera por su reciente destitución, podría haberse conjeturado que Evo, para llevar hasta el límite su emulación al MNR, estaba incluso criando a su propio Gral. Barrientos. Sin embargo, más allá de lo circunstancial, los problemas estructurales permanecen: hay visiones de desarrollo sesentistas a cargo de los militares, que encubren negocios turbios de narcotráfico y contrabando. Incluso, en la localidad de Eucaliptus, ellos han rehabilitado su fábrica de ácido sulfúrico, lo que muestra una evidente articulación de intereses militares-cocaleros-mafiosos similar a la que denunciara René Bascopé en La Veta Blanca. Se tiene entonces una versión militar del “desarrollo” que parte de un control territorial sobre los parques nacionales, de la creación de espacios de impunidad y de núcleos mafiosos dentro del Estado, todo ello barnizado con una barata retórica “katarista” y ecológica que goza del decidido auspicio del poder ejecutivo. Es la lógica de las disyunciones coloniales: el colonizado que aspira a reproducir los actos del colonizador; la víctima que busca parecerse a su verdugo.
Dos formas de consulta
Pero en la superficie de estos invisibles tramados políticos, tenemos un fenómeno mediático que muestra grietas por donde se lo mire. La consulta burdamente orquestada por el gobierno viola los preceptos y la casuística de los procedimientos de consulta a pueblos indígenas realizadas por varios países del continente a partir de la ratificación del Convenio 169 de la OIT. Rompe incluso con los recaudos más elementales del sentido común, dado que “consultar” es un verbo que presupone una disposición para escuchar la opinión de la persona o colectividad consultada, así vaya en contra de las expectativas de quien realiza la consulta. Respeto no sólo a las personas y sus pareceres, sino a las modalidades de consulta colectiva de los pueblos indígenas, a sus formas comunitarias de deliberación asambleística, a sus modos propios de resolver los disensos y de lograr acuerdos entre distintos puntos de vista, hasta conseguir equilibrios delicados característicos de las comunidades indígenas del TIPNIS y de otros territorios indígenas que han resistido por décadas las incursiones de madereros, ganaderos o agentes estatales.
A pesar del despliegue mediático y de la sistemática desinformación gubernamental, se ha tomado conocimiento de las evidentes maniobras divisionistas de los encargados de la consulta, del esquema prebendal que precedió la llegada de las brigadas y de la manipulación de las necesidades de la gente, sin obviar los modos autoritarios y arbitrarios de seleccionar a quiénes “consultar” y cómo interpretar los resultados del procedimiento.
No está por demás reiterar ese nexo perverso que exhibe el gobierno de Evo Morales con el Estado colonial del MNR de los años 1950, que propició una escalada de corrupción y relaciones prebendales con dirigentes del campesinado indígena, culminando en la llamada ch’ampa guerra de los años 1960 y en la sangrienta “pacificación” barrientista. Hoy, todo ello forma parte de una memoria estatal de colonialismo interno que ya no se circunscribe a un partido, siendo patrimonio de la clase política y del sistema de partidos en su conjunto. Así, todo alarde de ruptura del MAS con el viejo modelo político hace aguas al contemplar esta versión remozada de la parodia revolucionaria, tan bien expresada en sus políticas culturales y desarrollistas, que son una repetición, en clave de farsa, del adusto y racional programa de desarrollo del MNR. Con un agravante: antes las cosas se decían y se hacían de frente. Eran los tiempos en que cada porción de selva tropical era vista como un obstáculo a derribar. Los tiempos del desarrollismo agrarista, cuando “pueblos indígenas” y “cuidado de la naturaleza” resultaban términos impronunciables.
Hoy en cambio los gobernantes se llenan la boca con esas bonitas palabras, mientras sus prácticas siguen las trilladas rutas del modelo estatal colonialista, fundado sobre la prebenda, la alienación del trabajo y la destrucción de la biodiversidad. Peor que hace sesenta años, estas prácticas se han vuelto vergonzantes, solapadas y astutas, mostrando no sólo mala fe sino un velado desprecio racista por la autonomía y dignidad de los pueblos indígenas a los que dicen representar.
Dos tipos de activistas
La novena, y sobre todo la octava marcha en defensa del TIPNIS han convocado un importante respaldo del mundo urbano, centrado sobre todo en las ciudades de La Paz y Cochabamba, y en varias capitales y ciudades intermedias de tierras bajas. Hemos sido testigos de la multitudinaria recepción de la octava marcha, en el mes de octubre del 2011, y de una convergencia notable entre indígenas de tierras bajas y tierras altas, éstos últimos bajo el alero de su organización matriz, el CONAMAQ. Asimismo, las Mama T’allas del CONAMAQ han convocado a una multiplicidad de grupos, en una actitud sabia de interpelación a sectores urbanos, sobre todo juveniles. De ese modo, los pueblos indígenas organizados han logrado un hecho inédito en las luchas sociales recientes: la convergencia de indígenas con una diversidad de agrupaciones ecologistas, activistas culturales, feministas e indianistas, además de un nutrido bloque de organizaciones y grupos anarquistas, que llegó incluso a desfilar con sus propias banderas y pancartas, en una suerte de reedición de las marchas de la FOL y de la FOF de los años previos a la guerra del Chaco.
Hay aquí, sin embargo, una necesidad autocrítica urgente, ya que existe la idea de que los blogs, facebook y otras “redes sociales” activadas por los grupos de solidaridad urbana lo son todo, o son lo más importante que está sucediendo en apoyo a las demandas indígenas del TIPNIS. Sin duda reviste una gran importancia la batalla por la información que han emprendido estos diversos núcleos de apoyo urbano. Sin ellos, nunca nos hubiéramos enterado, por ejemplo, de la expulsión del ministro Juan Ramón Quintana de varias de las comunidades del parque, o de la “invención” de comunidades inexistentes para inflar las cifras de aprobación a la carretera. Tanto los activistas urbanos como algunos medios de comunicación –notablemente, la red ERBOL– sin hacerle el juego a la derecha, han contribuido a una labor de esclarecimiento que ha puesto al desnudo el carácter fraudulento de la mentada consulta.
Sin embargo, pudimos identificar dos tipos de activistas y dos maneras de abordar la solidaridad con las comunidades indígenas del TIPNIS. Hay un activismo que alimenta el ego, el autobombo y la complacencia “revolucionaria”, que compite por mostrar quién es más “radical” y quién se juega más en el apoyo a la causa indígena. Algunas variantes electoreras de ese apoyo provienen de la generación mayor, y portan sin duda las marcas de una política de intereses que no puede sino dañar a largo plazo la defensa de los parques nacionales y de los derechos indígenas. Otras, en cambio, se revisten de impaciencia y radicalismo juveniles, y se dedican a criticarse unas a otras con el fin de obtener mayores dosis de reconocimiento entre sus amistades y círculos de pertenencia [1]. Este activismo, fundamentalmente virtual, corre el riesgo de quedar como una incendiaria retórica de escritorio, sin impacto real en la opinión pública y sin capacidad alguna para desmontar los argumentos y bloqueos que opone al debate esclarecido, el sentido común desarrollista que impera en la opinión pública, e incluso en buena parte de la izquierda indigenista.
Como contraparte, hay otro tipo de activismo, más humilde y con menos pretensiones protagónicas, que han emprendido muchas personas, jóvenes y viejas, a quienes la causa indígena les ha interpelado en su vida cotidiana y les ha hecho descubrir una realidad otra, un modo de vida que puede brindar alternativas al propio carácter depredador y artificial de la vivencia urbana. Ambos grupos son ciberactivistas, pero los unos se agotan en los circuitos de la red global, mientras que los otros combinan creativamente las acciones locales con el impacto de la circulación de información a escala planetaria. Porque sólo gracias a la gente que vive y sufre las agresiones estatales dentro del propio TIPNIS, y sólo gracias a quienes han llegado hasta allí con la humildad del que busca aprender del modo de vida indígena y compartirlo, pueden las redes virtuales hacer una labor fructífera y honesta. En el activismo urbano por el TIPNIS considero que es necesario superar el egocentrismo, el protagonismo político y sentirse una retaguardia útil, capaz de ponerse al servicio de las bases indígenas que sufren cotidianamente la manipulación, la afrenta a su dignidad y las continuas maniobras y presiones de un Estado colonial.
El nuevo macizo boliviano: una causa común indígena y popular urbana
Las luchas indígenas por el TIPNIS, al igual que las luchas indígenas en toda Abya Yala en oposición a la rapiña corporativa, las agresiones estatales, los grandes proyectos extractivos y la criminalización de las protestas, son en si mismas una lección de vida que impele a las redes urbanas de solidaridad a realizar una reflexión más profunda. El paradigma que encarnan los indígenas en resistencia no sólo exige un gesto externo de respeto por la diversidad cultural. No bastan las palabras, mucho menos aquellas que disfrazan y encubren, para adornar los discursos del poder. Es hora de empezar a descubrir a la india y al “salvaje” que todos y todas tenemos en nuestro interior, porque si se piensa en la solidaridad como un gesto de favor y desde afuera, estaríamos reproduciendo la labor misionera y civilizatoria de quienes nos antecedieron: del MNR a Evo Morales, remontándonos a la cristianización de la colonia temprana y a la violenta labor expropiadora de la etapa oligárquica. Si creemos que este gesto misionero ayudará a “salvar” al TIPNIS y a sus habitantes, estamos negando que lo que quisiéramos es en realidad salvarnos a nosotros mismos.
Es necesario entonces reconocer al indio y a la india que habitan nuestra alma, y a partir de ese reconocimiento, gestar una solidaridad que nos permita superar la soberbia urbana, y a la vez esa ingenua y equívoca fe en las palabras, que en países como el nuestro, más frecuentemente encubren que designan las realidades que nombran. La capacidad de escuchar en silencio las voces y enseñanzas de los hermanos y hermanas habitantes de los bosques y territorios indígenas nos permitirá, como al brujo Ino Moxo de la amazonía peruana, nombrar las plantas y animales de los bosques con sus nombres secretos y dialogar con ellos en el lenguaje sagrado de los antepasados. Los y las habitantes del TIPNIS tienen mucho que enseñarnos, desde esos otros modos de nombrar hasta las artes del pensar comunitario, la caminata y la orientación en el monte.
En lengua guaraní, “pensar” equivale a decir “sentir con el hígado”. Al igual que el amuyt’aña aymara, la idea alude a un pensar memorioso y reflexivo, que no tiene como sede el cerebro sino ese centro vital llamado chuyma, donde el corazón vibra al ritmo de la respiración. Podría decirse entonces que el pensamiento es un metabolismo con el cosmos, y que se nutre de savias vitales más vastas y densas que el mero cálculo racional. No podemos continuar confundiendo conocimiento con información. En temas como el cambio climático, la degradación ecológica y la represión a los pueblos indígenas, la labor del amor es tan urgente como lo es el conocimiento certero que brindan los avances de la gaya ciencia de nuestros contemporáneos.
Esta sería la labor articuladora entre tierras altas y tierras bajas, entre indígenas y poblaciones urbanas, que vislumbró Jaime Mendoza a través de la metáfora del macizo boliviano. Un espacio taypi o intermedio, en el cual, partiendo de reconocer nuestra ignorancia en la “universidad de la selva”, podamos beneficiarnos de una mutua fertilización e intercambio de saberes con las poblaciones indígenas en resistencia.
[1] Emblemático resulta ser el complejo q’ara que exhibe el Vice García Linera, con sus ridículos aspavientos de cultura de élite y su fascinación birlocha por las pasarelas.
[2] Los especialistas aseveran que el tal satélite ni siquiera nos ayudará a cerrar la brecha digital. Bolivia seguirá entonces teniendo el Internet de banda ancha más caro y lento del continente.
[3] Son patéticas, en ese sentido, las acusaciones mayormente anónimas que han circulado por Internet en contra de Nina Mansilla Cortés y la red de apoyo que está luchando por su liberación. Activista cultural vinculada a círculos anarquistas de La Paz, Nina está hace 6 meses en la cárcel, falsamente acusada y estigmatizada por propios y extraños, sin duda a causa de su activa participación en las redes de apoyo a las luchas del TIPNIS.
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Compartilhada por Ricardo Verdum.
http://www.salta21.com/Del-MNR-a-Evo-Morales-disyunciones.html