Perú: Consulta previa: mecanismo de inclusión para perpetuar la exclusión

Por Roger Merino*

El Perú es el primer país en Latinoamérica en establecer un marco legal compacto para el derecho a la consulta previa, libre e informada a través de la Ley 29785 y su reglamento. Sin embargo, la normativa no sigue los estándares internacionales de la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de las Naciones Unidas (2007) que establece que siempre se requiere del “consentimiento” y no de la mera “consulta” a los pueblos indígenas cuando se trata de implementar medidas legislativas o administrativas que pueden afectar sus derechos colectivos. Es cierto que la Declaración como tal no es vinculante, y que la  Corte Interamericana de Derechos Humanos -a diferencia de la Declaración- ha establecido en el caso Saramaka v. Suriname algunas limitaciones al consentimiento como el hecho de que se trate de proyectos de inversión o desarrollo de “gran escala” que puedan crear “impactos mayores” en “una parte extensa del territorio”; sin embargo, en ambos casos se reconoce el consentimiento como concepto fundamental en la protección de los derechos indígenas.

El reciente reglamento sólo ha regulado el consentimiento en caso de plantearse un desplazamiento forzado de poblaciones indígenas, lo que ya estaba previsto en el artículo 16 del Convenio OIT 169, vinculante para el Perú desde 1995. Aparte de ello, se ha implementado la ley de forma muy conservadora. Se establece que no llegar a un acuerdo o lograr el consentimiento, no implica la “afectación” del derecho de consulta (art. 5 d).

Por ello, el resultado del proceso no es vinculante salvo que haya habido acuerdo (art. 1.5), es decir, si el resultado de la consulta es una rotunda negativa, esa decisión no tiene valor legal alguno, pues la decisión final es del Estado (art. 23.1). Además, como requisito del proceso de consulta, llama la atención el constante énfasis en la necesidad de una “afectación directa” de los derechos indígenas (art. 3 i, 6, 19.1, 23), abriendo la posibilidad de interpretaciones que puedan limitar injustificadamente estos derechos.

Son preocupantes también los varios supuestos de exoneración del proceso de consulta. Por ejemplo, las normas de carácter tributario o presupuestario no serán materia de consulta (5 k), tampoco las decisiones extraordinarias o temporales dirigidas a atender catástrofes naturales o “tecnológicas”, emergencias sanitarias, ni medidas dirigidas a la persecución y control de actividades ilícitas (art. 5 l). Cabe preguntarse ¿qué pasa cuando el carácter excepcional y temporal desaparece? ¿Qué pasa cuándo cesan las actividades ilícitas? ¿No sería razonable discutir si es posible volver al estado anterior de la afectación de los derechos indígenas? La norma guarda silencio.

Además de estos supuestos de exoneración la décimo quinta disposición final regula supuestos del todo injustificados: la construcción y mantenimiento de infraestructura en materia de salud, educación  y servicios públicos no requerirán consulta, si se hace en “coordinación con los pueblos indígenas”. Es decir, los “proyectos de desarrollo” que pueden afectar también gravemente los derechos colectivos indígenas son exonerados de consulta con el solo requisito de una misteriosa “coordinación” que carece de todo contenido. Cabe enfatizar que es justamente el Estado el que luego de la colonización ha violado sistemáticamente los derechos colectivos indígenas (a través de políticas de colonialismo interno), por lo que la consulta debería estar prevista necesariamente para cualquier proyecto de desarrollo.

La “etapa de información” de la consulta muestra el carácter unilateral de este proceso pues se asume que hay un traspaso de información de un espacio técnico (estatal) a un espacio político (comunidades) que sólo puede agregar mejoras o propuestas a la decisión ya tomada. Así se consultarán, por ejemplo, los actos administrativos que “faculten” el inicio de la actividad o proyecto, o el que autorice a la Administración la suscripción de contratos con el mismo fin (3 i). No se prevé la posibilidad que los indígenas discutan con el gobierno el tipo de desarrollo que quieren implementar pues se asume que sólo hay un “desarrollo”: el provisto por los tecnócratas del Estado. Sólo si hay desacuerdo se inicia la “etapa de diálogo” que tendrá un plazo sumamente corto: 30 días (art. 20), que si bien puede ampliarse, demuestra el desdén en tratar de implementar una verdadera interacción con las comunidades más allá de “informarles”, “convencerles” o “educarles”, en fin, se mantienen las taras de las políticas asimilacionistas.

En general el marco legal peruano repite retóricamente varias frases de moda: “participación”, “enfoque de género” y diálogo intercultural”, que sólo buscan legitimar el status quo de la actual política económica extractivista: los indígenas tienen voz, pero no poder de decisión; se les permite participar, pero no gobernar elementos esenciales de sus relaciones legales y económicas. Ese es el significado del derecho a la “consulta” sin consentimiento: se les incluye para perpetuar su exclusión.

(*) Una versión corta de este post ha sido publicada como opinión en Actualidad Jurídica de Mayo, 2012.

*Roger Merino (29 años) estudió Derecho y Ciencia Política en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En los últimos dos años ha realizado dos master: uno en Derecho Comparado, Economía y Finanzas en la Universidad Internacional de Turín, y otro en Política Internacional y Globalización en la Universidad de Bath, Inglaterra, donde actualmente hace un Doctorado en Ciencias Sociales y Políticas Públicas. El tema de su tesis en elaboración es el conflicto entre los derechos de propiedad indígena y la globalización desde la perspectiva de la Teoría Crítica aplicada a la Comparación Jurídica, Económica y Política.

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