La vagina censurada

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Reinaldo Spitaletta, desde Buenos Aires, Argentina, especial para Argenpress Cultural

El arte, además de tantas cosas, es crítica de las ideas, de los comportamientos humanos, de la sociedad y la política. Es una versión del mundo y sus desamparos. El arte, aparte de hacer que la vida tenga una posibilidad para el goce estético, también debe hacer pensar.

Acaban de prohibir la exposición Mujer en Custodia, de la artista María Eugenia Trujillo, que se iba a realizar en el Museo Santa Clara, de Bogotá. La censura, que es una muestra de debilidad (el censor teme), vuelve a aparecer en asuntos referidos a la creación e interpretación artística. Los que se han opuesto a la exposición aducen que en las obras hay ataques a los símbolos religiosos de la eucaristía y la fe cristianas.

Quizá a los mismos moralistas que ahora atacan la obra, una serie de relicarios y custodias intervenidos por la artista, que puso una vagina tejida en el centro de las custodias, se les pasó por alto otra exposición allí mismo que realizó el artista norteamericano Andrés Serrano, que en una fotografía muestra a un crucifijo dentro de una botella de orines. En fin, que quizá estos mismos censores, hubieran puesto en la hoguera a León Ferrari, artista argentino a quien hace algún tiempo le prohibieron una exposición en Buenos Aires.

Precisamente, Ferrari muestra, entre otras creaciones, a un Cristo crucificado en un bombardero. Cuando el arte irrumpe para cuestionar poderes, cualesquiera que estos sean, las inquisiciones están listas para “purificarlos” a autores y obra en el fuego de la censura. Las quemas de libros de los nazis (ah, y en Colombia hasta las hogueras de textos provocadas por fanáticos, entre los que estuvo el hoy procurador); las prohibiciones de autores en la Rusia zarista y en la pseudocomunista; las persecuciones a escritores musulmanes, como el caso de Rushdie y Los versos satánicos, son muestras de las debilidades de esos poderes.

En Colombia, las denominadas ligas de la decencia, las juntas de censura de espectáculos públicos, las persecuciones a escritores como sucedió en el siglo XIX con el Indio Uribe y otros, las prohibiciones de lecturas y de exposiciones artísticas, son parte de nuestra historia de intolerancias y barbarie. Para recordar algunos casos: el de la pintora Débora Arango. Católica y conservadora, la gran artista de Envigado sometió a la sociedad a la crítica implacable de su pincel.

Sus desnudos, cuando las pintoras se habían dedicado a las flores y los bodegones, revolucionaron la hipócrita mirada de pacatos y rezanderos. Sus cuadros de prostitutas y de llagas sociales causadas por los inequidades, pero, sobre todo, sus obras sobre políticos corruptos y asesinos, la convirtieron en blanco de censuras y amenazas de excomunión. Así como pintaba a un monje sentado en una bacinilla, mostraba a una madre agobiada por la violencia. En España, el dictador Franco descolgó los cuadros de Débora en una exposición en Madrid. Caso similar le ocurrió unos años antes a la artista (en 1948) en Medellín, una ciudad que entonces tenía más zonas de prostitución que iglesias.

Otro artista antioqueño, Carlos Correa, fue vetado por sus obras, calificadas de irreverentes y contestatarias. Una de ellas, La Anunciación, que muestra a una mujer desnuda, embarazada y plácida, al lado de una imagen de la Virgen y el arcángel Gabriel, fue retirada del Salón Nacional de Artistas, en 1941. En Bello, Antioquia, hubo un pintor que escandalizaba a la parroquia con sus cuadros en los que aparecían las vísceras de Jesús (el hígado, el páncreas, el bazo) y un niño Jesús en poses masturbatorias. Creo que no hubo ningún “pulpitazo” contra el artista que se hacía llamar Jesucristo Bedoya.

El arte, en todo caso, puede ser la negación de lo convencional. Otra manera de ser y sentir. No pueden ponerse cortapisas y talanqueras al artista. Ni a sus obras. Como diría el controvertido Oscar Wilde, un libro (y por extensión, una obra de arte) no puede ser moral o inmoral. “Los libros están bien o mal escritos. Esto es todo”, advirtió en su prefacio de El retrato de Dorian Gray.

Cuando al arte se le observa con los ojos de la moral (moralina, muchas veces), aparecen las pesadillas del censor. Sus debilidades y cegueras. Lo dijo mejor Salomón: “El suplicio de los espíritus ciegos es su propia ceguera”. El censor es ciego. O se hace. Y si uno lo observa con la lupa de él, verá que es más pecaminoso que los que aquel considera “pecadores”.

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